Si pensamos en toda la música que, a través de los tiempos, ha llegado hasta nuestros días, no nos queda más remedio que atribuirlo y agradecérselo a los soportes en los que se han conservado. Tanto la partitura como la manera de interpretarla es el resultado de una evolución que se ha producido a lo largo de los siglos.
A principios del siglo XX, se empezó a considerar que una interpretación es mejor cuanto más se ajusta al ideal sonoro del autor. Es decir, tocar de forma fiel todo aquello que está en la partitura y sólo lo que está en la partitura. Stravinsky, por ejemplo, fue uno de los defensores de este tipo de interpretación. Según él, es la fórmula que garantizaría la "corrección histórica". Pero, por supuesto, esto no ha sido siempre así. A medida que retrocedemos en el tiempo disminuye la responsabilidad del compositor y aumenta la del intérprete.
De este modo vemos como en la mayoría de las óperas del siglo XVI, sólo se ha conservado la parte que corresponde al canto y al bajo cifrado, sobre el cual, los instrumentistas debían hacer uso de su destreza improvisatoria para crear las melodías que consideraran que mejor se iban a adaptar a esa obra.
Esto puede deberse, en gran medida, a la importancia que se le daba a la música vocal en aquella época y también a la enorme estima que se tenía a los instrumentistas. Y es que, la interpretación, era considerada una actividad artesanal, realizada por expertos instrumentistas, que eran capaces de improvisar varias voces sobre un bajo con sencillas indicaciones armónicas.
Es a partir de la segunda mitad del siglo XVII cuando la instrumentación comienza a indicarse de forma explícita en las partituras, haciendo que cada detalle que pasaba por la cabeza del compositor quedase reflejado en ellas para la posteridad.
Es por esto que de la lectura de las partituras no solo aprendemos música, sino un trocito de la historia en que fueron creadas.