OPINIóN
Actualizado 31/01/2016
Paco Blanco Prieto

Los muertos de diferentes bandos en el campo de batalla, quedan hermanados al pasar el rubicón de la vida.

Los soldados luchan en diferentes facciones hasta convertirse en muertos, pasando entonces a formar parte del mismo bando, de la misma unidad mortuoria y del mismo regimiento de cadáveres, donde todos son idénticos y comparten el arrepentimiento de haber luchado entre ellos, por mandato de quienes siguen enfrentados en los despachos para mantener el poder y preservar sus vidas, sin pisar las trincheras.

La sangre de los muertos se colectiviza y unifica de forma única con idéntica materia, impidiendo saber a la ciencia a qué bando pertenece cada soldado analizando los restos de sangre sobre su piel, cuando quedan tendidos en el campo de batalla, distinguiéndose solamente los muertos por el grupo sanguíneo, sin apreciarse diferencias ideológicas entre ellos, ni sentimientos diferenciales porque todos amaban la vida.

Sabed, soldados, que las guerras son interminables, se crean y detruyen a capricho de la codicia humana, transformándose unas en otras, cambiando de geografía, armas, pretextos y uniformes, pero manteniendo los mismos muertos, en trágica espiral sin redención para los que siempre van al matadero, como ha demostrado la historia de la Humanidad desde que los primeros bípedos luchaban entre ellos por cobijarse en la mejor caverna.

Contabilizados los muertos tras la matanza, son los jefes de cada bando quienes rellenan las filas con nuevos soldados, para evitar que haya huecos que pudieran ser ocupados por ellos si los condenados se rebelan pidiendo una igualdad de oportunidades, que solo llegará cuando víctimas y verdugos estén hermanados por la muerte que todo lo unifica.

La única satisfacción que a los fallecidos les queda es haber llegado a su destino con la verdad por delante, porque todos los muertos cumplen con la palabra que dieron al llegar a la vida.

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