OPINIóN
Actualizado 27/01/2016
Manuel Alcántara

La pulsión por la estabilidad es una de las más persistentes del ser humano. Se asocia con la que se da a favor de la seguridad en un maridaje perfecto. Ambas confrontan a la incertidumbre que es el calvario por antonomasia de cualquiera. Movernos sobre certezas, enfrentarnos a la previsibilidad del mañana, tener confianza en instituciones públicas o privadas, estar seguros de la validez de los contratos, de la palabra dada. Requerimos de una maya lo suficientemente tupida para poder existir. Lejos cualquier experimento social que la ponga en riesgo, es tan valerosa que no nos aventuramos en escenarios donde la red no exista. "Tener un colchón" se convierte en un modo de vida. El mundo laboral llevaba tiempo preñado de esta lógica.

Uno de los elementos por los que es denostaba la última reforma en las leyes del trabajo fue precisamente porque redujo a basura el nivel de la contratación. A los sueldos miserables añadió el carácter inestable de la relación laboral consolidando la precariedad. La tradición española, sin embargo, había llegado a acuñar la figura del interino opuesta a la del sacrosanto funcionario. El primero era un paniaguado que quizá algún día encontraría el puesto fijo que el segundo odiosamente ostentaba. Las revueltas universitarias de la década de 1970 demandaban el contrato laboral para los jóvenes profesores frente a la carrera funcionarial. Hoy, asolados por la lógica neoliberal, aquél sería una mera interinidad.

En política, por definición, los cargos son temporales y pertenecen al soberano que los legitima cada cierto tiempo mediante elecciones. Quienes son electos y resultan ganadores cuando conforman un gobierno nombran a otras personas, en una relación de confianza, por el plazo máximo de su mandato. Sabemos que al principio todos aceptan su condición de interinos e incluso algunos llegan a celebrar el hecho de su propia temporalidad. No obstante, el paso de los días dispara un sinfín de dispositivos que van desde la lógica procesal buscadora, se dice, de la gobernabilidad, a la necesaria acumulación de experiencia que la nueva tarea requiere, sin dejar de lado la propia sensación placentera que provoca una situación de esa guisa. El resultado deviene en que la denostada vieja forma de hacer política, profesional, manipuladora y egoísta, deja paso a una nueva, vocacional y de servicio. La calle, que es interina, se asienta en el hemiciclo, que es permanente. Entonces ser vicepresidente cobra sentido.

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