Era en la biblioteca de los campos. La lejanía iba engullendo al pueblo a nuestra espalda. Igual que una jineta sobre la zarza pura de las nubes, había una sombra ágil de estorninos. Ella, a mi lado, edificaba el mundo. El coche nos llevaba hacia el sureste. A nuestra izquierda, el rojo de los montes sin prisa copulaba con la luz y el corazón de la sierra ardía. Entre los ojos de ella, la esperanza adormecida dibujaba un árbol. Dando sentido al mundo, me observaba y el cielo en ese instante iba al volante. Ella lo sostenía en su silencio abriendo el campo eterno, atardecido, teñido por la púrpura del sol.