Que el presidente del gobierno en funciones anda mustio y cabizbajo no es nada nuevo desde el 20 de diciembre. Es cierto que el PP ganó las elecciones, pero con una mayoría pírrica que ni siquiera unida a los escaños de otros partidos ideológicamente cercanos (Ciudadanos) llega a la necesaria mayoría absoluta para formar gobierno y aprobar los presupuestos y las leyes.
En cualquier caso, Rajoy no merece que el Congreso de los Diputados le otorgue nuevamente la confianza para gobernar. Un gobierno que, bajo su mandato, provoca que su país sea el de la OCDE donde más avanzó la desigualdad durante la crisis (a un ritmo que supera hasta 14 veces a Grecia), que la pobreza y la exclusión social hayan aumentado de manera alarmante (13,4 millones de personas en riesgo de exclusión social, que es el 29,2 % de la población española), que haya incrementado más que ninguno otro la distancia entre rentas altas y bajas (el salario español se ha desplomado un 22,2% en los últimos años), no merece seguir dirigiendo el destino de los ciudadanos españoles.
No obstante, la pésima gestión del gobierno del PP en políticas sociales durante la crisis e incluso la proliferación de casos de corrupción entre sus dirigentes (Gürtel, Bárcelas o Púnica, a los que se ha unido en los últimos días la "Operación Frontino" donde están presuntamente implicados algunos altos cargos del Ministerio de Agricultura que son directivos de la empresa pública Acuamed, por la presunta comisión de delitos de malversación, cohecho, prevaricación y fraude a la administración, en la adjudicación de obras a empresas constructoras de plantas desalinizadoras de agua en Valencia, Andalucía y Cataluña) no va a ser la tumba de Rajoy, sino su prepotencia a la hora de abordar la cuestión territorial.
Parece que Rajoy desconoce que desde el inicio de nuestra joven democracia, los gobiernos que no han sido avalados por mayoría absoluta de sus respectivos partidos en el Congreso, han tenido que pactar con nacionalistas catalanes y vascos. De todos es conocido que meses antes de que Aznar ganase las primeras elecciones generales, sus seguidores coreaban la expresión de "Pujol enano habla castellano" y que de ahí se pasó a la de "Pujol guaperas habla como quieras" que estos mismos seguidores proclamaban después cuando Aznar pactó con vascos y catalanes. Tampoco parece conocer Rajoy que algunas infraestructuras emblemáticas de estas comunidades se construyeron bajo ese mandato: El museo Guggenheim de Bilbao o el traslado de la Escuela Judicial a Barcelona. No fue así con las gestiones para la consecución de las olimpiadas de Barcelona y las inversiones posteriores, que gobernaba Felipe González con mayoría absoluta.
Rajoy, desde el primer aviso de los independentistas catalanes con la Diada de 2012, se ha mantenido tumbado en su hamaca fumándose el Habanos del "laissez faire, laissez passer" , creyendo que ese equivocado liberalismo doctrinario resolvería el problema, cuando ha sido todo lo contrario. Su arrogancia, avalada por una mayoría absoluta gestionada con absolutismo decimonónico, ha generado que los ciudadanos catalanes estén hartos de la ineficacia de sus dirigentes y de que sean considerados marionetas electorales en esa inflación de convocatorias a las urnas en que se ha convertido Cataluña, en lugar de ser uno de los motores de la economía española.
También parece ignorar Rajoy que en esas comunidades autónomas (Cataluña y Euskadi) el PP es una fuerza política residual y que, necesariamente, hay que contar con ellos para la gobernabilidad del Estado. Sólo en estas tierras vive casi la cuarta parte de la población española.
En consecuencia, si Rajoy gobierna tendría que dar marcha atrás en algunas políticas que con tanto ahínco emprendió debido a su aplastante mayoría absoluta: la legislación laboral, el código penal o la ley seguridad ciudadana y hablar, negociar y consensuar reformas necesarias, comenzando por el propio texto constitucional para adaptarlo a las exigencias de nuestra sociedad actual, que nada tiene que ver con la de 1978.