El terrorismo islamista, de naturaleza totalmente religiosa, constituye hoy día, y posiblemente crecerá su amenaza, uno de los grandes problemas de la convivencia, tanto que ha sido capaz de ir alterando a grandes zancadas nuestras costumbres y nuestra forma de vivir, condicionando las políticas de seguridad, dinamitando la solidaridad, ahogando la esperanza en aquella hermosa utopía que un día pudimos llamar Humanidad. Pero no es menos preocupante esa otra religiosidad con la que algunos quieren responder, la que llamamos propia, cuyos métodos son en apariencia menos dañinos, y acaso sea así puntualmente, pero que lleva siglos condicionando de igual modo los comportamientos y la vida entera de países y culturas, de pueblos y formas de vida que por diversas razones entre las que son preponderantes la imposición y la fuerza, de las que sin duda dependen algunas brutales respuestas, ha conseguido confundirse en el imaginario de los sumisos con ciertos aspectos de la bondad.
Dictadores, sátrapas, caudillos, timoneles iluminados o visionarios que se sirven de las supuestas directrices de dioses siempre ausentes, deberían ser expulsados de la vida de vivir, así como también gobiernos, jueces, políticos, negociantes o ministros de cualquier latitud, de cualquier país y de cualquier civilización, cuyas decisiones sean tomadas para satisfacer las directrices de divinidades supraterrenales en lugar de las de la gente. La dignidad de las personas, la libertad de los pueblos y la verdad sólo serán posibles, auténticamente posibles, cuando hayamos expulsado a todos los dioses de nuestras calles.