OPINIóN
Actualizado 21/01/2016
Juan José Nieto Lobato

El dinero, qué quieren que les diga, todo lo emborrona. Cuando su presencia se convierte en el eje motor de nuestras ambiciones, en la guía que nos conduce por la vida, todo idealismo queda pervertido. El honor, la honestidad, la honradez, la nobleza de espíritu, la bendita ingenuidad; todas estas expresiones de humanidad se ven salpicadas y desvirtuadas ante la presencia de un negocio que va más allá de las reglas. Piensan ?se equivocan? quienes lo realizan, que todos esos valores no pueden competir con una residencia con vistas al Pacífico en Santa Monica o con un palacete en Mallorca. Corruptores y corrompidos brindan con champagne y esnifan cocaína embebidos en su éxito. Celebran haber burlado las normas del país y se deleitan anticipándose al servicio que les hará la prostituta de turno al final de la noche. Y sí, digo prostituta porque esta basura es, principalmente, cosa de hombres.

Con el levantamiento del último caso de corrupción en el deporte, el de los amaños en los partidos profesionales de tenis, se ha vuelto a vulnerar el pacto que se establece con el espectador, convencido asistente de lo que cree ser una lucha honesta entre dos contrincantes que pelean por un único botín: la victoria. Este ?usted o yo mismo? en cuanto que principal sustentador del negocio como contribuyente, suscriptor de una cadena de pago o consumidor multimedia de contenidos relacionados, se merece algo más que un sainete orquestado en la sombra anunciado como gran lucha de gladiadores.

El saber que no se trata de una excepción o caso particular no ayuda a soportar la carga de acarrear y convivir con tal miseria moral, pero sí a contextualizar este hecho entre otros de su misma calaña. Al parecer, los amaños relacionados con las apuestas se remontan al inicio de las mismas, es decir, al primer hombre que no aceptó que en eso del azar pudiera palmar pasta. Así, ocho jugadores de los Chicago White Sox fueron sancionados en 1919 por perder partidos de las Series Mundiales. Por supuesto, el seguidor de boxeo asiste desde hace años a decisiones de jurados orientadas a revanchas billonarias. También el Calcio y la Liga se han visto afectadas en los últimos años con descensos sonados, en el primer caso, y con presidentes a la espera de resolución judicial, en el segundo, como respuesta a este tipo de conducta desviada.

La integración de las mafias en la periferia del deporte, los avances en el doping genético o los flagrantes casos de soborno de jueces y árbitros desvirtúan la primigenia función que el deporte ejerció en el pasado como rito festivo comunitario y ofrenda a los dioses. Estos casos de corrupción y perfidia juegan en contra, también, de ese inocente acercamiento del chico a la pelota, el aro o la bicicleta, simples rudimentos para entablar amistad con el otro. Sinceramente, dos mil quinientos años después, preferiría que las carreras, los combates o partidos se hicieran en honor de Apolo o de Atenea, a que quedaran subordinadas, como lo están, a la dictadura del dólar, el euro y el resto de dioses postmodernos que nos esclavizan y nos despojan de todo nuestro vestuario moral dejándonos desnudos, como adultos, ante la mirada de un niño.

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