OPINIóN
Actualizado 19/01/2016
Francisco Delgado

Lo inesperado de la naturaleza infunde esperanza en esos momentos de desolación propios de estas tierras. Cuando ya sentíamos y veíamos crecer a nuestro alrededor el fantasma de la sequía, de repente unos días de lluvia vivifican el campo, los ríos, los árboles. De nuevo el Tormes corre saltarín entre las pesqueras y las aves se animan a visitarlo y a pescar en sus aguas. Después de varios días de cielo encapotado, el sábado pasado volvió a aparecer el dios sol y pudimos volver a ver el azul intenso de nuestro cielo. 

Este año la cuesta de enero la estamos subiendo ese 95% de la población que sube todas las cuestas, sin pasamanos, sin ninguna ayuda que nos empuje hacia la primavera; paseamos por la ciudad y cada día vemos más tiendas cerradas, incluso las situadas en los lugares más céntricos y supuestamente mejor situados para la venta. El presente es mortecino. Por no haber, este invierno no hay ni gobierno de la nación a quien echar las culpas.

Los turistas siguen llegando y visitando lo que construyeron sus habitantes hace muchas generaciones, iglesias, universidad, palacios, puentes inconmovibles. Visitan nuestro pasado, nada de nuestro presente, pues del presente no hay nada digno que visitar  (quizás las buenas tapas de bares y restaurantes)

Los salmantinos somos como esas familias aristocráticas venidas a menos, empobrecidas, que viven de las rentas, de antiguas posesiones, de las que sacan algún dinero con las visitas de foráneos curiosos del lejano pasado. Como ellas, estamos más preocupados por las apariencias que por lo que realmente poseemos o nos falta. Como aquel escudero de la inmortal Toledo que sale en el Lazarillo, el salmantino medio no deja el coche, no disminuye el chateo (de vino) en los bares del barrio, recibe pocas visitas que puedan apreciar la sentida ausencia de riquezas espirituales o materiales de su interior, vive hablando "de  los palomares  que tendría? si no fueran ruinas en las cercanías de la Costanilla de Valladolid?"

Y cuando algunos nos parezca que todo va de mal en peor, que la balbuciente democracia española no se arranca a hablar, que nunca llegará la primavera, de repente un viento nuevo, o suficientemente nuevo (no hay que pedir demasiado), soplará sobre esta envejecida piel de toro, traerá nuevas semillas,  rejuvenecerá nuestros campos y nuestras almas y de nuevo una lluvia primaveral nos salvará de la sequía que todo lo mata.

No sé si esto ocurrirá, pero lo que sí sé es que estamos obligados con nosotros mismos y  con nuestra sociedad a desearlo. Y los creyentes a pedirlo en sus oraciones.

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