OPINIóN
Actualizado 17/01/2016
Paco Blanco Prieto

Los insultos entre políticos son nutrientes que alimentan diferencias personales, fomentan desencuentros, estimulan violencia verbal, excitan los ánimos y cierran esclusas al entendimiento.

Oyendo a los catastrofistas profetizar el afeitado de la piel de toro, es obligado decir lo contrario porque España no se rompe a pedazos, ni es comparable con Sodoma y Gomorra, ni los cuatro jinetes del Apocalipsis se han apostado en los puntos cardinales de la patria a la espera de una orden divina para lanzar el ataque definitivo que nos aniquile a todos de un plumazo. Nada de eso es verdad, a pesar de los esfuerzos que hacen algunos para acongojar a quienes les escuchan.

Ocurre, simplemente, que a veces los políticos van por un camino que nada tienen que ver con la ruta que seguimos los ciudadanos. Esto explica los excesos verbales de las cuadrillas que forman los diferentes bandos y los insultos que mutuamente se propinan. Si hiciéramos caso a las descalificaciones que se hacen unos a otros nos uniríamos los ciudadanos para acabar definitivamente con ellos, pero como sabemos que todo pertenece al teatro público, nada creemos ni compartimos, aunque la gran mayoría, callemos.

Las acusaciones mutuas de mentirosos son tan frecuentes que de ser esto verdad estaríamos en manos de una pandilla de cínicos de diverso color y pelaje. Cuando unos tildan a los otros de irresponsables, estos les responden que ellos son unos ineptos. Cuando un alto dirigente acusa a otro de la pandilla contraria de pirómano, éste de devuelve el piropo llamándole borracho.

La guinda a tanto piropo la puso un diputado cuando le gritó a otro del partido contrario "¡cállate cabrón!", durante un debate parlamentario, mientras el presidente mandaba huevos al personal. Da la sensación de que entre ellos hay una oscura competencia para ver quien insulta más y mejor, en el menos tiempo y con más eficacia, como forma de dirimir sus diferencias. ¡Ah! y aquí nadie tiene culpa de nada, porque unos responsabilizan a los otros de la situación, gritándose ¡y tú más! a la cara.

Los hemos oído llamarse entre ellos farsantes, autoritarios, antidemócratas, cobardes, antipatróticos, expoliadores, sinvergüenzas, traidores y otras lindeces por el estilo. No contentos con tales elogios, algún incontrolado se acuerda de nosotros y tilda a la mayoría de ciudadanos de miserables, mientras otro califica como "tonto del culo", a un periodista incómodo, y se queda tan contento. Son así. Pero lo grave es que tales insolencias son seguidas por algunos periocistas con tanta sabiduría que superan a sus maestros. Ni el padre-rey se libra de la quema, porque decir que el monarca camina de un ronzal, como se ha dicho en las ondas, es tanto como tildar de pollino al Jefe del Estado, porque un ronzal es, y sólo es, la cuerda que se ata a la cabeza o al cuello de las caballerías para conducirlas o sujetarlas.

Pero no demos más importancia a estas perlas porque no la tiene. Los ciudadanos somos bastante más sensatos, conciliadores y prudentes que muchos dirigentes, elegidos por nosotros entre aquellos que nos ofrecen los partidos, como mal menor, porque no tenemos otros.

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