OPINIóN
Actualizado 17/01/2016
Raúl Vacas

...tres, cuatro, la muerte. La que nunca entendió de edades ni aprendió de todas las preguntas que se hacen a diario los que luchan contra ella cuando el dolor se instala para siempre en el futuro o el recuerdo.

La muerte nunca afina el tino en su tarea cotidiana de romper pronósticos y sueños, nunca acierta con la víctima a elegir, en ocasiones pierde la cabeza y se entretiene con la vida de los que apenas estrenaron juventud; nunca aspira a ser justa y a atenerse a la razón del tiempo.

La muerte no tiene reloj. Llega despacio y sin llamar, como una desconocida. O tan deprisa que apenas hay tiempo de explicarse a qué se debe tanta urgencia.

La muerte llama indistintamente a niños, jóvenes y adultos para no sé qué causa, para no sé qué empeño. Y a su paso deja un perfume duro, inolvidable, que tarda en salir de la ropa y la memoria y en devolvernos la fragancia cotidiana de la vida.

Por donde pasa la muerte sí vuelve a crecer la hierba, pero después de mucho tiempo. Sí vuelven a crecer las rosas con espinas y las sonrisas muertas, las ganas de vivir y de perderla de una vez de vista, vuelve a crecer el pulso en la miradas; pero hasta entonces todo a nuestro alcance huele a piel apagada y crisantemos.

El árbol de la muerte es de hoja perenne. Tiene la fuerza en su raíz, metida en las entrañas de la tierra, y sus ramas alcanzan más allá del sol.

¿Cómo acercarse a quien padece los caprichos de la muerte? ¿Qué estrategia seguir para tratar de consolar a quien la sufre en lo más íntimo?

Sólo desde el amor, desde el abrazo firme y duradero, desde el ánimo constante de las palabras podemos amortiguar su efecto. Sólo desde el recuerdo siempre a mano, desde las huellas y los sueños por hacer que nos entregan en custodia quienes pasan por derecho al interior del corazón podemos confiar de nuevo en el futuro y en la vida.

Tal vez la poesía sirva contra el dolor y la muerte. Tal vez un buen poema sea el mejor de los peajes para pasar al otro lado y resguardarnos para siempre del tiempo. Por eso estas palabras de Vicente Gerbasi ahora son vuestras: "En el pequeño cementerio donde callas, guardo para siempre un solitario atardecer de mariposas".

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