OPINIóN
Actualizado 15/01/2016
Eutimio Cuesta

 

Recuerdo, con cierta nostalgia, aquellos chupiteles,  que pendían impasibles de los aleros de los tejados, y que los chavales intentábamos alcanzar ansiosos de consolar con algo nuestros estómagos enflaquecidos por la necesidad; aquellas peleas de mentira a bolazos en la era; aquellos inviernos crudos, pero encantadores, que, hoy, el progreso, la lluvia ácida, el famoso agujero y la desertización han dejado aparcados en la historia, momificados, con la única esperanza de despertar, de cuando en vez, al calor de la añoranza y del recuerdo. Un tanto de lo mismo sucede con la tradicional festividad de san Antón, una de las celebraciones religiosas, que vivió el pueblo, con el mayor fervor, por nuestros lares castellanos, que era, a la vez, la antesala de los carnavales.

En el día de san Antón, apenas despuntaba el día, comenzaba la ceremonia, obligada y persistente, de la vuelta de los animales alrededor de la iglesia, implorando el amparo de su santo Patrón. Abrían siempre el cortejo las piaras de ovejas de los ganaderos locales y de las comuneras, antes de salir a pastar al campo; luego, el turno correspondía a los burros y, cuando tocaba la segunda esquilá a misa, aparecían los caballos bien enjaezados ellos, y las parejas de mulas lustrosas, con sus cabezadas adornadas con los más variopintos lazos, colleras embetunadas, ancas esculpidas con los más floridos ramilletes y colas trenzadas, rematadas con guirnaldas y cintas. Los agricultores se esmeraban, por que sus parejas atrajeran la atención y el comentario de la concurrencia, y, para el menester, contrataban al esquilador más afamado y hábil con la tijera, aunque, en aquella época, era muy complicado elegir al mejor, porque todos eran grandes expertos en el oficio.

Una vez recibida la bendición del Santo, los jinetes, gallardos mozos,  con sus montados se dirigían a felicitar al mayordomo, quien los obsequiaba con el puño,  que consistía en un puñado de castañas, que cocían en la alquitara del aguardiente, unas perronillas y un trago de vino. Quienes no tenían caballería, la pedían prestada para no perderse el ágape, que, en aquellos tiempos, se ansiaba como el agua de mayo.

Celebrada la misa en honor de san Antón, se procedía a la carrera de caballos por el camino del Cristo, competición muy reñida que despertaba la expectación de grandes y pequeños. Por la tarde, en la plaza Mayor, se corrían los gallos o las cintas. La gente, entonces, era menos sensible con el sufrimiento de los animales, y se divertía y aplaudía al más habilidoso vencedor.

El baile nunca faltó en la fiesta. Era, después de la función religiosa, el plato más apetecido. Acudía todo el pueblo; viejos, jóvenes y niños, y se colocaban en dos enormes corros: los niños se situaban en el centro; era como el símbolo de una gran plegaria de acción de gracias al Santo y una manifestación de honda alegría; y, para los mozos, una oportunidad más para estar con la moza de sus sueños. Y asomaban ya parejas disfrazadas, como preámbulo del inmediato carnaval.

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