OPINIóN
Actualizado 13/01/2016
Manuel Alcántara

Los minutos del despojo parece que son aquellos que están de más, restos finales de un entretenimiento en los que no se espera nada, pero ante los que la mayoría de las personas se resiste a abandonar la función. Todo se ha dicho, los actores han desplegado sus mejores movimientos, las máscaras han sido descubiertas, la pelota se pierde una y otra vez en el graderío. Sin embargo, los asistentes menos resabiados esperan que suceda algo insólito, un quiebre en un diálogo que complique la trama aparentemente develada en los momentos anteriores, un tour de force impensable del artista, una jugada magistral del astro deportivo que resuelva el partido. Son tiempos agónicos para pensar en qué vendrá luego, cómo continuará la tarde, si la tertulia nocturna terminará hasta altas horas, planificar el resto del día o, quizá, la siguiente sesión que se desarrollará en unas jornadas.

 

La política así mismo es espectáculo teatral teniendo igualmente sentido el tiempo de descuento. Lo es no solo por su carácter de representación sino también por centrarse en la gestión del conflicto. El turno de los actores va consumiendo lapsos que achican los plazos preestablecidos hasta su desvanecimiento, pero los últimos espasmos constituyen precisamente esos minutos que nunca sobran. El espectador, que es el ciudadano, nunca sabe el trasfondo de la administración de esos instantes. Si el azar es el demiurgo de su desarrollo o si los displicentes políticos, que tantos requiebros han protagonizado con anterioridad, han pactado la traca final en el ultimísimo segundo. Se pide transparencia, pero aquí ésta no es sino una terca demanda ajena a la propia lógica del juego. Los mandarines saben bien que su poder radica justamente en la oscuridad.

 

El final con estrambote del proceso de formación del gobierno catalán es un excelente ejemplo de esto. Cuando todo estaba concluido, en pleno fin de semana víspera del día en que debían convocarse nuevas elecciones, la chistera hizo salir por mayoría absoluta y sin fisura alguna al nuevo president. Atrás quedan meses de desencuentros, malas caras, soflamas vacías, empates inverosímiles en asambleas con miles de participantes... Vivimos en democracias de audiencias donde espectadores pasivos, miembros de una sociedad afín a la modernidad líquida, asistimos a este pasatiempo en el que los políticos, conocedores de las reglas del artificio, con frivolidad desvergonzada añaden, ¿improvisadamente?, un grano más a la desconfianza que les profesa la gente.

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