OPINIóN
Actualizado 12/01/2016
Francisco Delgado

Érase una vez un nuevo año de un pequeño planeta perdido en la infinitud del universo y herido o dañado por los maltratos que  sobre él ejercen sus poco racionales habitantes.

Érase una vez, dentro de este planeta, un país perdido en el camino que lleva de un régimen dictatorial a una democracia, con la mayor parte de los valores que sirven de orientación a los pueblos, trastocados. Un país dañado por un altísimo nivel de paro, por un bajísimo nivel de cultura, por un alto nivel de pobreza infantil, por una amenazadora sequía, por un calentamiento de su atmósfera que genera una desertización rápida de gran parte de su territorio, por cientos de incendios forestales incluso en pleno invierno, que dejarán  maltrecha la hermosa naturaleza del norte. Érase un país en el que incluso las cosas que siempre habían funcionado, ya no funcionaban: la unidad del país, la justicia sobre los que se apropian de los bienes ajenos, los ahorros en los bancos, la venta de la casa heredada de los abuelos, la producción de calzado, la recogida de aceitunas, la de naranjas?Bandas de ladrones robaban las cosechas, los cables de los tendidos, compañías depredadoras subían sin parar las tarifas de la luz, del gas, del agua, los precios de los libros que nadie leía.

   Y sin embargo la mayoría de sus gentes, a pesar del poco tranquilizador presente y futuro que les rodeaba, parecían felices. Digo parecían, pues a simple vista es difícil distinguir entre una persona feliz y otra que está tan inquieta y desesperanzada (sobre todo si es joven) que vive su presente como si fueran los últimos momentos de su existencia. Como ellos, los jóvenes, dicen: ¡A tope!

A las gentes de este país no parecía importarles demasiado haberse convertido en los camareros de los millones de turistas que lo visitaban cada año. Era el papel que Europa les había designado.

¿Cuál era el secreto de la felicidad de este país, que tenía tantos motivos para ser o sentirse desgraciado? Las ilusiones. Sí, las ilusiones: de que tocara la lotería, de encontrar un trabajo no demasiado malo, de  toparse con el "amor verdadero", de que el abuelo se cure, de ir al cielo después de morir. Sin ilusiones no se puede vivir.

Al fin y al cabo, ahora ya sabemos que el cerebro humano no distingue entre la realidad y la fantasía, aunque hayamos necesitado veinte siglos para darnos cuenta.

Y, como dice mi vecino, colorín colorado?, mal que bien, este cuento se ha acabado.

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