El Papa Francisco nos ha convocado a un año Jubilar para vivir más intensa y prácticamente la Misericordia. La Misericordia nace de Dios, "el compasivo y misericordioso", como consta en la Sura 1, Aleya 1 de El Corán, o el Salmo 103, 8 de la Biblia. La misericordia no es cosa de los débiles, como diría Nietzsche, sino de los que son tan fuertes espiritualmente que no necesitan recurrir a la violencia ni a los poderes. Desde un punto de vista psicológico, subjetivo, la justicia es consecuencia de la misericordia, del sentimiento de rebeldía que nace después de calzarnos los zapatos rotos del prójimo. Una justicia sin empatía, sin ponerse en la piel del otro, es una justicia ideológica, fruto del orgullo, de la soberbia, predestinada, antes que después, a convertirse en imposición dictatorial.
Este Papa tiene la valentía de proponernos cosas tan básicas y tradicionales como que intentemos llevar a la práctica las "obras de misericordia" (así lo dice en el nº 15 de la Bula "Misericordiae Vultus. El rostro de la misericordia"), que como nuestros abuelos sabían son catorce, siete espirituales: enseñar al que no sabe; dar buen consejo al que lo necesita; corregir al que se equivoca; perdonar al que nos ofende; consolar al triste; sufrir con paciencia los defectos del prójimo y rogar a Dios por los vivos y los difuntos. Y siete obras de misericordia corporales: visitar a los enfermos; dar de comer al hambriento; dar de beber al sediento; dar posada al peregrino; vestir al desnudo; visitar a los encarcelados y enterrar a los muertos.
Estos asuntos cristianos, para ser verdaderos, todos acaban y empiezan en el amor, lo cual los convierte en universales, accesibles y practicables por creyentes, no creyentes y mediopensionistas buscadores, aunque buscadores, como los Magos recientemente regresados a su Oriente, debemos ser todos. Y así, unos padres jóvenes disfrutan acompañando a su hijo pequeñito en el descubrimiento de los pequeños animales y las plantas que la Naturaleza ha puesto a su alcance, lo mismo que se les cae la baba cuando el pequeñín se extasía ante los misterios de la vida, antesala del descubrimiento del Misterio en la dimensión religiosa.
Los verdaderos monitores de tiempo libre también enseñan al que no sabe cuando le acompañan, no como maestros, sino como testigos, a hacer el descubrimiento de sus virtudes como persona y como ser social y le facilitan el acceso a experiencias significativas que les hagan crecer espiritualmente. Enseñar al que no sabe debe hacerse, para ser obra de misericordia, sin esperar nada a cambio, aparte de la alegría compartida al hacer caer en la cuenta a un emigrante, por ejemplo, de los derechos que le asisten y ayudarle a conseguirlos, compartiendo en ese caso la experiencia sustancial de la igualdad. Porque esa igualdad no es producto de un regalo del que más sabe, sino una fiesta por el regalo compartido.
Enseñar al que no sabe puede ser también una expresión de la caridad política, cuando en el juego social y político democráticos, se consiga una unidad de criterios y de acción manifestada en una Ley de Educación consensuada y pactada entre todos, que evite la ineficacia de los cambios continuos, porque la educación de un niño dura mucho más de una legislatura. Enseñar al que no sabe es también obligación de las autoridades políticas, del mundo empresarial y de la sociedad salmantina en general, para ayudar a nuestra Universidad a ser fiel al espíritu fundacional, trazado pronto hará 800 años. Y que nuestras Universidades permeen la sociedad, donde todavía quedan muchos ciudadanos ayunos de cultura y letras, aunque anden sobrados de tecnologías nuevas. Y todo ello a pesar de la noche y la lluvia que nos envuelven, pero que no impiden del todo percibir la altura del horizonte.