OPINIóN
Actualizado 10/01/2016
@santiriesco

La magia de los Reyes ha llevado de mis zapatos a mis manos la nueva novela de Manuel Rivas, El último día de Terranova. La he devorado, como acostumbro con los textos del gallego, casi de una sentada y sin dejar de pensar en que el cierre de la librería Terranova, en Galicia, coincidía con el de la Cervantes, en Salamanca.

Vicenzo Fontana no es Jesús Sánchez Ruipérez, ni la liquidación final de Terranova por la especulación inmobiliaria parece tener que ver con la tardía jubilación de un propietario que no encuentra quien siga con el negocio familiar. O al menos eso es lo que ha trascendido en el caso de la clásica librería charra. Aunque tampoco es descartable que los herederos prefieran los euros por metro cuadrado en mano que los años de historia y cultura en la plaza de Santa Eulalia volando. Hasta he leído por la procelosa red de rumores digitales (donde ahora también se venden más baratos y deshumanizados los libros que quieren que leamos) que donde desde hace más de 80 años se vendían libros quizá podamos comprar bocatas de jamón. Podía ser peor, digo yo.

En el poético relato de Rivas Terranova casi desaparece tras 60 años de resistencia ante los temporales más duros de la historia. Seis décadas en las que fue refugio para disidentes, perseguidos, libros prohibidos y contrabandistas de cultura. Supongo que muy poco que ver con la historia de Cervantes, más conservadora, tradicional y fiel al mercado de los lectores castellanos. Más clásica. Aunque con los escarceos propios de un negocio ubicado en el corazón de una ciudad universitaria. O que lo fue.

La librería Terranova se salva milagrosamente porque la empresa que iba a ejecutar su desahucio resultó ser propiedad de un capo de la droga al que pillan, como a todo buen mafioso que se precie, no por cometer un error en su negocio, sino por traficar con obras de arte sacro. Por meterse donde no le llaman. Por diversificar innecesariamente. Lo de siempre. Manolete, si no sabes torear, pa'qué te metes; la avaricia rompe el saco y nihil novum sub solem.

La librería Cervantes, me temo, no podrá salvarla ni una cooperativa que formen sus treinta trabajadores. Porque cada día tiene su afán y cada tiempo sus ritmos. Hoy vivimos a toda leche. Los libros han dejado de ser un billete con todos los gastos pagados para descubrir mundos imposibles. Las nuevas generaciones quieren sentir sin esfuerzo, ser protagonistas de experiencias potentes sin poner nada de su parte. Y el libro requiere tiempo, silencio y concentración. Una disciplina que no se lleva. Algo más minoritario y especializado. Y sí, seguirá habiendo librerías, claro, y periódicos de papel. Pero para un público reducido, selecto y concienciado. Se acabó el libro a granel, resurge el libro de autor recomendado por el librero experto. Por cierto, las librerías infantiles son las que más venden en tienda y menos por internet. Un dato para reflexionar.

Los de Alfaguara lo explican muy bien en la contraportada de la novela brumosa, político-social y literaria de Rivas: "Vicenzo se rebela en su juventud contra los libros, conoce en Madrid a una enigmática chica argentina y regresa a Terranova. Es entonces cuando aprende de los libros todo lo importante, aquello que su familia siempre supo: cómo fingen, cómo ayudan, cómo enseñan a amar, cómo acompañan y cómo salvan".

Siempre es una pena que cierre un negocio local. Mucho más cuando nos unen a él tantos recuerdos y sentimientos de nuestra historia personal. Es ley de vida. El duelo pasará. Surgirán nuevas librerías -o descubriremos algunas que ya existían- donde comprar ese chute necesario para sentirnos acompañados, para aprender a amar, para dejarnos salvar.

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