No sabía jugar, porque se había criado entre algodones. Desayunaba todos los días un tazón de soledad y sus juegos se reducían a teclear un aparato de mil filigranas, que sólo entendía él. En una palabra, se había acostumbrado de chico a hacer lo que le daba la gana, y esta actitud era aplaudida, como buena y sana, por sus padres, por sus tíos, por los amigos de sus padres y por todos los individuos que libaban a su alrededor. El muchacho vivía como en una burbuja, le daba miedo todo, desconfiaba de todo, y se encogía cuando se acercaba otro niño a invitarle a jugar.
Ya crecido, se vio en la necesidad perentoria de construir un puzle con otros compañeros. Y, como no estaba acostumbrado a compartir ni sabía de solidaridad ni de compañerismo, porque no lo había practicado nunca, a pesar de haber tenido ocasión, se negaba a tirar el dado de la suerte, porque él se consideraba la suerte misma: no respetaba la vez de los otros: implantaba su ley y, a los demás, no les permitía ni rechistar. Los otros muchachos protestaban, y él se cogía unas rabietas de muy señor mío: se tiraba por el suelo, gritaba, pataleaba, les llamaba mil perrerías, y, refunfuñando, se lo fue a contar al tronco del árbol de sus secretos.
No comía y las pesadillas no lo dejaban vivir ni dormir. Los padres, alarmados, se pusieron en contacto con un preceptor muy sonado. Este examinó al chico, auscultó su alma y aconsejó a los padres que le venía bien retirarlo una temporada a una casa rural, rodeada de pájaros y de naturaleza, y someterlo a unas jornadas de reflexión: había que concienciarlo sobre la doctrina de las obras de misericordia: "visitar y cuidar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, perdonar las injurias, consolar al triste?"
Así se hizo y, con los consejos del maestro, fue entrando en razón, y salió, no sé si dominando la esencia de la doctrina misericordiosa, pero, al menos, sí un poco tocado; y le espetó al padre: "Ahora, sí quiero jugar". En principio, exigió que al palé, porque era su juego preferido (las pelas del mercado), pero, al observar las miradas disconformes de sus contrincantes (no amigos), accedió a regañadientes.
- Bien, procedamos a construir el puzle.
Y ahí están enfrascados en colocar las piezas del enredo. Les pueden faltar algunas piezas, pero, entre el revoltijo, esperemos las encuentren, a Dios gracias.
Se trata de una alegoría de plena actualidad, que nos mantiene a todos expectantes sobre el talante y el talento de nuestros políticos. ¿Pensarán, por una vez en la historia, en el pueblo llano y honesto, o se deslomarán, como siempre, en defender su puesto de trabajo, su ambición y poder, manipulando, con sus encantos viperinos, a este pueblo masoquista y vilipendiado?