OPINIóN
Actualizado 07/01/2016
Abel Sánchez

Cada vez que empiza un año nos dejamos llevar por la ilusión de que somos capaces de parcelar el tiempo, y que el mero cambio de la cifra en el calendario (cifra que nos hemos inventado, aunque nos gusta creer que tiene un sentido propio) puede supone un antes y un después; así, doblamos simbólicamente una esquina que nos permite dejar atrás todo lo negativo, todo lo que hicimos mal, todo lo que dejamos de hacer, todo los que nos vimos obligados a hacer, y nos adentramos en un territorio por descubrir, lleno de expectativas, de deseos, de compromisos con nosotros mismos, de grandes propósitos.

   Después el tiempo (el de verdad, no el inventado) nos vuelve a situar ante la desnuda realidad; todo sigue tal y como lo dejamos, los problemas y dificultades continúan impertérritos, sin querer enterarse de que se inicia un nuevo año en el que no deberían tener cabida. Todo sigue igual, es cierto, pero también sigue igual la asombrosa capacidad del ser humano para construir su propio futuro, la rebeldía para no aceptar la injusticia y la desigualdad, y la capacidad de lucha y la inteligencia necesarias para cambiar las cosas.

   En esta docena de meses hemos sido protagonistas activos o pasivos del despertar de un pueblo que parecía anestesiado, de una decisión colectiva de cambio real, de asumir la responsabilidad de construir otro mundo sin delegar en quienes han secuestrado nuestra soberanía durante tanto tiempo. Ha sido un periodo intenso y emocionante que ha devuelto la esperanza y a sonrisa.

   Es cierto que nada ha cambiado todavía, que son millones los excluidos, que las estructuras de una sociedad tan injusta continúan en pie, que la desigualdad social es cada día más agobiante, que la crisis, como todas las crisis, ha hecho más ricos a los menos y más pobres a la gran mayoría, y que el legado que dejamos a los que llegan a este mundo debería avergonzarnos. Es cierto también que los profesionales del poder se han apresurado a acallar la voz de los ciudadanos y ya apelan a la responsabilidad y al sentido de estado para intentar ahogar los anhelos de cambio; algunos que se decían abanderados de una forma distinta de hacer las cosas no han tardado ni veinticuatro horas en mostrar su sumisión al poder establecido y en ofrecerse para apuntalar la caduca vieja política; con la elegancia decadente de la abstención, como queriendo ser sin estar, sin mancharse las manos, han dejado claro que no tienen nada de nuevos y que han asumido su papel de muletas bien pagadas del poder establecido: la derecha siempre ha sido muy receptiva al pegamento del poder y los intereses.

   Pero a pesar de que todo eso es cierto, también es cierto que todo puede cambiar; hemos dado el primer paso, y un pueblo decidido a cambiar su destino es un pueblo imparable. Está en nuestras manos, es un gran reto, no es un regalo; pero es posible que esta vez, al doblar la esquina, encontremos un camino por andar, un futuro por construir, un año de cambio.

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