"Son ya dos días y dos noches perdido en el desierto bajo un sol que comienza a hacerme perder la razón. La total ausencia de sombra es tan opresora que engendra una sensación parecida a la claustrofobia. Decido alejarme de mi moto. En calcetines y succionando las piedras para provocarme saliva, comprendo que mi vida cada vez vale menos".
(Thierry Sabine en su obra París-Argel-Dakar)
Pasarán los años y las décadas. Afilará su hoja desmemorizadora el cuchillo de lo cotidiano, esa manera de vivir a trompicones y sin tiempo para la reflexión. No cesarán los vientos de soplar. No cejarán las olas, con su batir incesante, en su misión de hacer retroceder imponentes acantilados. Y sin embargo, dentro de varios ciclos del agua y primaveras terrestres, el rally Dakar, aunque instalado en suelo latinoamericano tras las amenazas terroristas que llevaron a su suspensión en 2008, seguirá evocando aquellos primeros años, aquel afán explorador de lo ajeno y de lo íntimo; ese gusto por sentir de cerca la muerte para poder tratarla con la familiaridad con la que conversamos con un viejo amigo.
Aunque todos los ecosistemas terrestres encuentran su sentido dentro del funcionamiento complejo del planeta, si tuviéramos que prescindir de uno, quizá fuera el desierto el primer nombre que acudiera a nuestra mente. Lo inhóspito de su morada y lo monótono de su paisaje lo convierten en un lugar apto únicamente para unas pocas especies, casi todas desechables desde el punto de vista del aprovechamiento humano. Pero igual que estéril para la vida corriente, el desierto es también fértil en leyendas. Contaban los pilotos que, a veces, en medio de un campo de dunas, se cruzaba ante sus ojos la figura de un thuareg del que era difícil saber de dónde venía y hacia dónde se dirigía. Muchos apelaban al logos y hablaban de espejismos. Otros, en cambio, acudían al mito y pronunciaban una sola palabra para explicarlo todo: África.
En este punto, los recuerdos de mi niñez se imponen. Crecí viendo aquellas rudimentarias conexiones con el campamento en las que, tras el resumen de la jornada locutado por Valentín Requena, Jesús Fraile extraía de los pilotos españoles las anécdotas más impactantes del día. Los nombres de Arcarons, Esteve, Serviá o Prieto se me hacían los de los grandes aventureros de nuestro tiempo y, sus hazañas, tan heroicas como las de Livingstone, Hillary o Amundsen. Y no fueron solo sus nombres los que quedaron grabados a fuego en mi memoria. Aún hoy, veinte años después, puedo recitar de seguido aquellos topónimos que me hacían revolver en la cama imaginándome en ellos montando un cuatro por cuatro: El Teneré, el Paso de Nega, Agadez, Gao, Tomboctou y el Lago Rosa de Dakar, entre otros muchos, contribuyeron a consolidar mi amor por la geografía.
Todo empezó con Thierry Sabine sobreviviendo a la soledad, al hambre y la sed durante el rally Abidjan-Niza en 1977. Moribundo, alcanzó tal deleite de la mera contemplación de ese infinito mar de dunas que quiso compartir su experiencia con otros pilotos. Ahora, aunque reconvertido en un rally paradigma de lo burgués, con más de conducción que de aventura, el Dakar sigue conservando en su nombre y en su esencia ese ADN africano que se llevará a la tumba, dondequiera que esta se encuentre.