OPINIóN
Actualizado 06/01/2016
Manuel Alcántara

Las casi cuatro décadas de democracia representativa en las que vive España han configurado un escenario político donde el poder ha tenido un grado de concentración muy significativo. El desarrollo de las Comunidades Autónomas supuso la puesta en marcha de poderes descentralizados, con mayor o menor capacidad, llegando a constituir en algunos casos un verdadero freno al poder central que tuvo que pactar diferentes políticas en numerosas ocasiones. Fuera de esa peculiaridad, el poder político español se acostumbró a un estilo de alta personalización en torno a la figura todopoderosa del presidente del Gobierno, líder a la vez indiscutible del partido ganador de las elecciones. El escenario aparentemente no presentaba fisuras, las decisiones se debatían a puerta cerrada y apenas si trascendían al exterior las posibles disonancias que pudieran darse en el seno del gobierno en cuestiones puntuales.

 

Las elecciones del 20D han producido un panorama nuevo en el que se abre una posibilidad cierta para que el poder sea dividido. Los electores han gestado un Congreso en el que, por primera vez desde 1977, una mayoría ligeramente estable requerirá de la concurrencia de al menos dos partidos para gobernar en minoría y de tres partidos para alcanzar la mayoría absoluta. Ello requiere fragmentar el poder sentando en el Consejo de Ministros a representantes de distintas formaciones, realizar nombramientos en diferentes organismos usando criterios de reparto y, finalmente, consensuar aspectos convergentes de los distintos programas electorales que sean aceptables para las partes, así como determinar la prelación en su puesta en marcha.

 

Una de las consecuencias más negativas de las campañas electorales es su centralización en torno a candidatos. Se elige entre un rosario de hombres y mujeres cuyas virtudes son enfatizadas como atajos cognitivos de una realidad forzosamente más compleja, pero al final los electores solo piensan en la cara amable, en la imagen con la que empatizan, quizá en unos eslóganes pegadizos. Dividir físicamente a los candidatos tras el resultado electoral en virtud de sus votos es tarea imposible, pero no lo es dividir sus líneas programáticas. Descomponer ideas, vincular unas con otras, generar prioridades, es algo relativamente más fácil. Si el escenario presente sirviera para que la gente tomara conciencia de que en el futuro sus preferencias debieran basarse más en sopesar las ofertas programáticas de las candidaturas, que en quienes las encabezan, dividir el poder no solo sería más sencillo sino más racional.

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