OPINIóN
Actualizado 04/01/2016
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Se le cae una lágrima. Desde los párpados mojados desciende lenta hacia el mentón. La barba canosa la frena, aminora su caída, como si quisiera defender los humores del cuerpo frente a la intensa llamada de la tierra, de la ineludible ley de la gravedad.

Está sentado donde suele ponerse en las últimas semanas. Como adormilado en su rincón, en un sillón no demasiado bajo en el que se enfrasca con sus propias ensoñaciones. Cierra los ojos, pero se le escapa la lágrima. Desatenta a todas las barreras se escapa. Y no porque esté triste. Ensimismado lleva allí media hora como si fuera un siglo. Como si se hubiese vuelto uno más de los muebles del salón. Este salón amplio, sobrante, excesivo para él, que necesita sólo su rincón.

Le han dejado solo, pero por un momento. Mientras se ultiman los preparativos de la cena él se ha quedado en su lugar preferido, descentrado y esquinado. Se ha vestido pero conserva sus pantuflas. No renuncia a estas modestas comodidades aunque estemos en la última noche del año. No es que sea caprichoso, solo se siente viejo y, por la edad, con algunos privilegios que ni se le van a discutir. Una humilde soberbia de andar por casa. Ni siquiera unos galones. En realidad una pereza o un ligero mimo hacia los que más les quieren, que por un pequeño rato le han dejado solo.

No duerme aunque lo parezca. A veces el sueño hace acto de presencia y se queda en ese sitio enfrascado en sus recuerdos. Eso sucede con frecuencia. Casi siempre después de comer. Pero no ahora, que van a dar ya las nueve y es noche oscura, aunque no fría. Está concentrado, atento, ahora que ha podido zafarse de tanto villancico insistente, de tanta alegría ajena y a veces impostada, aunque él la disfrute y se sienta siempre acariciado por las sonrisas de sus nietas, que en este momento están viendo como su madre y su abuela están pelando las uvas y quitándoles los titos para una mejor consumición. Ni por esas él va a ceder ante esta tradición que no es suya. Para qué. Va a defender su parcela sin uvas, pero sí va a brindar con su copa alargada porque le gusta el cava y porque también él a su manera santifica las fiestas, religiosas o laicas. Pero todo esto sucederá después.

Ahora otra lágrima le lame la mejilla, con lentitud acompasada. En realidad disfruta de ese momento. Esa intimidad que le han regalado, tal vez sin saber. O como es más probable, sabiendo que él necesita este rato para encontrarse con sus recuerdos, para descansar del alboroto de estos días y cerrar los ojos para ver mejor.

No necesita en absoluto de la vista. Todo su cuerpo está concentrado en el sentido del oído. Ni un terremoto le desconcentraría ahora mismo. Después de unos exuberantes veinte minutos de éxtasis ha empezado tímida la orquesta y al poco el piano contesta lentamente con su adagio un poco mosso, con sus armonías sorprendentes, avanzando en este irrepetible segundo movimiento que todavía le va a hacer derramar algunas lágrimas más.

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