OPINIóN
Actualizado 03/01/2016
Quintín García

Al fin, tras larga cháchara, vuelo
bajo de ave migratoria
hacia el Enigma, fatigado
de mis propios lamentos, silabeo
el amargor de nuevas orfandades: qué poco
dicen las palabras, cómo
sólo nos visten parte
de nuestras desnudeces y entrelazan
las orillas diferentes sólo con levísimos
hilos de araña, caedizos.
Pero
a la vez, sólo las palabras
arrancadas de la carne ?como
lo fue del mármol el Moisés
de Miguel Ángel? salvan
la abisal distancia entre la Orilla otra
y ésta. Es puente levadizo, escala,
luz que desteje el caos y abre
los caminos, la palabra. Porque fue
la Palabra en el principio, antes de que
la carne fuera edifi cada, trascendida.
Sin embargo no todas las palabras
participan igual de los fulgores. Como

las mías, sin canto, a pesar
de la cadencia ?artifi cio
y pasión? con que la lengua
se afana. Todo ha sido
audaz atrevimiento. Apenas
un zumbido de mosca cojonera en pos
de su Semblante, un balido de niño,
un aleteo torpe encelado
en tu alto vuelo, paloma
mensajera, sabia
Teresa de Jesús.
Por eso, mejor, dínoslas
tú de nuevo, tus palabras
engendradas de luz y dardos, antes
de terminar esta andadura de invidente,
de famélico que se muere de sed.
Dínoslas tú más despacio quizás, en más
tenue arrullo y confi dente, para que
nos regresen a las calladas
oquedades de la carne, al seno,
templo visible de veladas luces
y de sombras donde habito. (Bajan
hasta el lecho de mi río los jirones
del ocaso.)
Para renacer
con tus palabras, Teresa, a ese
alto estado, sobrio,
de aquietada ebriedad: desvelar
cada uno de los nombres
con que nombras
su Silencio. Y allí,
al fi n, ver:
«Veía un ángel
cabe mí, en forma corporal,

hermoso mucho, el rostro
tan encendido, en las manos
un dardo de oro largo...
que me parecía meter por el corazón
y me llegaba a las entrañas...
y me dejaba abrasada toda
en amor de Dios».

 

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