El piloto anuncia durante una media hora sin variar su mensaje, que el vuelo se hará con retraso porque hay problemas con la ruta, que tiene que solucionar "consultando a Bruselas". Ya sabemos algo. El avión sale con una hora de retraso. Al fin llegamos al aeropuerto de Charles De Gaulle, y después de larga espera recogemos el equipaje. El taxi en un largo recorrido con sus correspondientes atascos, especialmente en el Periférico, me permite ver por la ventanilla el Estadio de Francia y una flecha azul que indica Saint Denis. Naturalmente mis recuerdos van a los lugares donde hace pocos días fueron asesinadas ciento treinta personas por los terroristas islámicos. Ese hecho trágico cambió la ciudad un poco más. Me dicen que los mercados no están llenos como habitualmente en estos días de Fiestas navideñas. Ahora mucha gente hace sus compras por Internet. La ciudad sigue siendo la misma y se ve luminosa en la noche desde el ático de mis amigos que domina desde la Torre Eiffel a La Defense, y de la oscuridad destacan sus monumentos emblemáticos de Ciudad de la Luz. Pero no puedo menos de reconocer que desde que la conocí por primera vez hace muchos años su alma es distinta. Fue una ciudad cosmopolita, tanto por los que venían y se quedaban como por los turistas. Ahora los más atrevidos dicen que es una "ciudad invadida". Hoy en muchas de sus calles, en sus boulevares, en el metro, es más difícil encontrar un rostro entre muchos rostros de otras razas. Pero muchos afirman que la identidad no está en el rostro sino en el alma. O al menos hoy eso es tema de debate dentro del problema universal de la identidad. Pero ¿no será distinta ya el alma de París? Yo realmente he visto una ciudad distinta.