Las elecciones del 20D han confirmado los cambios en el comportamiento electoral español que se iniciaron dieciocho meses atrás con motivo de los comicios europeos. Desde entonces han venido ratificándose paulatinamente en cada cita electoral celebrada. El panorama político actual confunde a más de uno. Oscila entre una preocupación obsesiva por la posible inauguración de una etapa de ingobernabilidad y la festiva celebración del pluralismo de las fuerzas emergentes nacionales, Podemos y Ciudadanos, que se estrenan en las Cortes Generales, dejando en medio a los grandes perdedores, las cuatro formaciones con mayor o menor presencia estatal: PP, PSOE, IU y UPyD.
Además del novedoso y complejo proceso que se abre para dilucidar la conformación de una coalición suficiente para gobernar, hay una primera lectura que conviene evaluar en función de los resultados electorales consolidados. España ofrece tres fracturas nítidas que están en la base de la configuración de este escenario inédito y que producen el novedoso efecto multipartidista existente. Ello es así con independencia del bajo nivel de proporcionalidad de nuestro sistema político como consecuencia de adoptar constitucionalmente a la provincia como circunscripción electoral y asegurarle una representación mínima de dos escaños con independencia del número de sus habitantes.
Se trata de la fractura tradicional entre izquierda y derecha, que refleja la disputa entre una economía basada en principios neoliberales y otra en la que el Estado mantenga un fuerte control de la misma, pero también en cuestiones de valores como los referidos al aborto. La segunda fractura, que no ha dejado de estar presente en nuestra historia al menos desde 1931, pero que se ha agudizado mucho en el último lustro tiene que ver con la tensión entre una visión de España unitaria, y ciertamente centralista, y otra extrema basada en el derecho a la segregación. La tercera brecha, que es la novedosa, se centra en la lógica del recambio generacional: separa a la población en una línea imprecisa en torno a los cuarenta años. Si esta constituye una confrontación clásica en cualquier sociedad al separar lo viejo de lo nuevo, hoy la misma se consolida en virtud de dos factores: el primero, vinculado con la revolución cultural que ha supuesto el imperio irrestricto de lo digital, y, el segundo, se relaciona con el sector más afectado por la gran recesión, jóvenes con menores salarios o con contratos basura, cuando no desempleados o fuera del país.