Misterio. El Misterio. Sólo desde el asombro se puede encarar sin riesgo de no ver nada, de mirar sin resultado. La Navidad ante nuestros ojos embriaga la vista, sus sonidos pueden impedirnos escuchar, sus aromas empacharnos, su sabor quedar en poco y su piel no tener carne debajo. Captar sensaciones y no sentir. O no pasar del sentimiento. O desempeñar un papel sin meternos en el personaje. O simplemente dejar pasar los días hasta que sea siete de enero.
Pero? ¿Misterio? ¿Dios acaso? ¿Estamos hablando de creer y esas historias, de la fe y los adentros, en medio de esta explosión de exterioridades incrédulas e increíbles? "La cosa empezó en Galilea", "por obra y gracia del Espíritu Santo", y continuó en un pesebre. Paja, saliva y aliento de animales, apenas un sucedáneo de cuna porque en el establo surgió el sitio que no había en la posada. Y así, en forma de niño, en forma de hombre recién nacido, a Dios lo adoraron ignorantes pastores de Judea y sabios ancianos de Oriente. Adoraron su pequeñez, su fragilidad, su humildad extrema, su Misterio del Pesebre.
Andando el tiempo, la adoración fue estar junto a Él, al pie de su Cruz. Contestar con silenciosa fidelidad a la burla y el desprecio. Estar allí donde el miedo no dejó estar a la mayoría de los suyos. Estar y adorar su agonía, sus últimos estertores, su entrega sin límites, su Misterio de la Cruz.
Hoy se adora también en los niños que no tienen ni pesebre, que aparecen ahogados en las playas huyendo de las guerras, que mueren de hambre o que ni se les deja nacer. Se le adora en los colgados de las cruces del odio, del fanatismo, de tantas esclavitudes. Y se le adora en una pizca de pan o en una gota de vino, más no necesita para darse en Cuerpo y Sangre, en alma plena de Dios-con-nosotros. Es su Misterio del Altar, esa eterna Eucaristía que pregonó como Palabra encarnada en el pesebre y celebró de una vez y para siempre en la Cruz. Venite adoremus.