Para mí, el lenguaje de la novedad viene impuesto por la lógica del mercado, que necesita renovar continuamente estilos, caras y generaciones. No tenemos que caer en su trampa. Esta lógica del mercado es la hija perversa de la ideología de la modernidad, que nació como la proclamación de un tiempo nuevo y que acabó identificando todo lo viejo como malo y todo lo nuevo como bueno. En ese momento fue necesario hacer un corte con la tradición. Hoy no necesitamos más y más novedad. Necesitamos reconquistar el sentido de nuestras palabras, de las palabras fuertes.
Marina Garcés
Ilustración de Helen Keller
Hace algunos meses, algunas de ellas tomaron por unos días la Plaza de esta ciudad para hablar de sus libros, y entonces yo les conté sobre sus textos y me relación con ellos. Hoy lo vuelvo a hacer para intentar agrandar la grieta que nos permita descubrir lo que a veces se esconde tras el manipulado vocablo de la novedad, y compartir con ustedes la hermandad de las palabras con fuerza de las que habla Garcés y nos ofrecen con generosidad todas estas mujeres.
En mi caso, por motivos de itinerario personal, me gustaría empezar con dos de ellas. Hablo primero de Nuria Amat porque fue la primera que leí; añorada documentalista y bibliotecaria, reencarnada hace ya un tiempo en novelista, de la que quiero recomendarles dos libros, El ladrón de libros, donde muestra su ingobernable pasión libresca y a la que debo no sentirme solo en eso de llevarse las hojas impresas a la nariz y, Todos somos Kafka, un texto que lleva a cabo un brillante juego de interposición lector-autor que nosotros, sus lectores, perseguimos fascinados.
Marta Sanz sería la segunda; conocida por sus más que recomendables novelas, pero que aquí la traigo por un potentísimo ensayo, al que ella irónicamente quita sangre titulando No tan incendiario. Resulta ser una miscelánea de textos muy bien trabados, de los que me gustaría destacar los referidos a un nuevo acercamiento a la calificada como literatura realista, comprometida (¿podría ser de otro modo?), desde un ángulo de análisis que, como poco (creo que ofrece mucho más), espolea los conductos neuronales.
Pero también quiero que estén con nosotros, con todos aquellos que decidan acercarse a esos espacios, preñado de libros (bibliotecas y librerías), que muestran su mudez expectante hasta que decidimos tomarlos entre las manos y nos los echamos a los ojos. Entre ellos, decía, quiero tener a nuestro lado a estas otras tres autoras de las que tengo imperiosa necesidad de hablarles.
La primera en nombrar es para mí el ejemplo más claro y patente de que en el decir, y hacerlo con aliento reflexivo y poético, no está sólo en ese lugar común que afinca la experiencia a la edad. Noelia Pena, de la que poco debe importarnos la fecha de su nacimiento, porque si es joven se lo debe a que sus palabras son nuevas, y limpian nuestra parálisis mental con una fuerza arrolladora: Nuestra realidad habita ya en las palabras. La intervención de un discurso en la realidad consiste precisamente en desplazar las coordenadas del mapa preexistente, imposibilitar las medidas de un sistema de referencia dado. El poder de intervención de un discurso en la realidad comienza en su posibilidad de enunciación.
En su libro El agua que falta, se encontrarán otras piezas que airean el entendimiento, labradas con el cincel de quien sabe trabajar sobre lo que ve y le circunda, y ponen en solfa a tanto intelectual "cierra puertas" en acertado símil de Marina Garcés, miembro, como Pena, de Espai en Blanc, un espacio colectivo de creación de pensamiento crítico, más que recomendable.
Esta es la segunda autora de la que tenía deseos de acercarles. Filósofa de formación y profesora universitaria, tiene en su haber varias publicaciones que agitan lo establecido y biempensante, con el propósito, sin duda, de que su movimiento destile textos como este que les propongo: Desapropiar la cultura es devolver a la idea de creación su verdadera fuerza. Crear no es producir. Es ir más allá de lo que somos, de lo que sabemos, de lo que vemos. Crear es exponerse. Crear es abrir los posibles. En este sentido, la creación depende de una confianza en lo común. Esta confianza no pasa necesariamente por prácticas colectivas, a menudo depende de riesgos asumidos en solitario. Pero toda creación apela a un nosotros aún no disponible y a la vez existente.
Pertenece a su libro Un mundo común que, como enuncia su título, se nutre de reflexiones que se plantean desde una perspectiva desgraciadamente poco habitual, y nos acercan a un espacio en permanente construcción como es cultural, que debe alimentarse de las aportaciones individuales y colectivas.
La tercera mujer es, sin duda, la más conocida. Sus novelas, que pasan ya de la docena, vienen estimulándonos las meninges desde hace ya algunas décadas y, de cuando en vez, se asoma con algún artículo o entrevista que expone la desnudez hermenéutica de los lugares comunes o las verdades impuestas.
Lean lo que escribía hace algunos días sobre estos tiempos de papeletas y urnas: La gente, los y las votantes, no somos un terreno neutral. Somos un campo de batalla o un teatro o ambas cosas. En nosotras y nosotros se libran los combates y las representaciones. Hoy parece estar cundiendo una superstición acerca de "la gente". Hoy hay miedo a expresar en público que a veces la gente puede tomar decisiones equivocadas. Y sin embargo, ¿cómo podría ser de otro modo? [?] Anuncios, programas, noticias y objetos que traen consigo exigencias, obligaciones. Todo eso nos construye tanto como el libro que leímos en silencio o la amistad, como el miedo a perder el trabajo o a no tenerlo. Los contratos hacen conciencia, viajar dentro de un coche construye formas de ver el mundo.
Hablo de Belén Gopegui, autora que ya nos subyugó a muchos, como a nuestra Carmen Martín Gaite, con su primera obra La escala de los mapas, y de quien siempre he buscado con entusiasmo cada nueva entrega, con desiguales encuentros. Les recomiendo su novela El comité de la noche, no por ser la última publicada, sino porque cuenta con los resortes de toda buena historia: despierta y agudiza la inteligencia del lector. Comprueben por sí mismos lo que digo en la afirmación de uno de los jóvenes protagonista que, por cierto, muchos de nosotros también defendemos: No somos escapistas, nuestras palabras llevan nuestros cuartos o su falta, no nos desprendemos de nuestras raíces sino que somos individuos con metros cuadrados, con tiempos cúbicos, recuerdos y enlaces, acabar con nosotras sería acabar también con lo que habitamos, y no me refiero a la propiedad que o no tenemos o puede caer, me refiero a lo que no termina en nuestro cuerpo.
Cierro con ella, y si en algo les espolea mi cháchara escrita, abran algunas de estas historias que nos proponen estas mujeres de letras, puede que al terminarlas se pregunten, al igual que uno de los personajes de su novela: ¿Tú crees que leer nos da aliento, nos aparta de lo previsible?