OPINIóN
Actualizado 23/12/2015
Manuel Alcántara

A lo largo de una mortecina sobremesa, cuando se han mareado diversos temas de conversación, al borde del final, después de agotar las buenas intenciones para el futuro inmediato, mi amigo, apurando el último pocillo de café, musita de manera que me cuesta entenderle: "de todas las parábolas, la que más detesto es la del hijo pródigo". Sorprendido por lo inusitado, por su desconexión con todo lo que habíamos estado hablando hasta entonces, miro de reojo al televisor encendido en la esquina por si me da una pista para comprender su exabrupto. Puede que esté pasando una película evocadora de una situación similar o incluso que el invite anual de volver a casa por Navidad del anuncio pegadizo acabe de proyectarse, pero no, se proyecta una serie sobre mariposas que difícilmente puede inspirar esa reflexión.

 

Tras el breve lapso silencioso que han producido sus palabras, añade: "además de injusta, derrama una moralina ñoña que no soporto". Como si se tratara de un chorro de gasolina en una fogata mortecina, la tertulia de mis jóvenes colegas se reanima con un vertiginoso cruce de opiniones contrapuestas que no vale la pena repetir. Soy el único que permanece callado, quizá porque sea quien tiene hijos de una edad que pudieran protagonizar una historia semejante. La experiencia aconseja prudencia pues uno nunca sabe cómo reaccionaría realmente, porque, claro, la parábola no vale para otras situaciones que no sean las paterno filiales ya que quedaría descontextualizada perdiendo además un componente esencial. No se puede aplicar a las relaciones de amistad y menos aun a las de trabajo. Los cálculos en sendas situaciones tienen componentes profundamente distintos.

 

Quentin Tarantino en Kill Bill hace un símil mediante el intercalado de un plano que separa la maternidad de la Novia (Uma Thurman) de una leona y su cachorro. En el trasiego de revanchas, traiciones y ajustes de cuentas, ese viene a ser el argumento más fuerte que explica las razones por las que la Novia mata a Bill (David Carradine). Contrariamente a lo que puede pensar mi amigo, creo que la Biblia es tremendamente cruel. La edulcorada moralina que él cree encontrar es un mero pastiche que oculta la violencia de las relaciones que aborda, el peso de la sangre propia, las lealtades de la manada. La coartada del amor, su señuelo, en una burda trampa de una historia que dura ya dos mil años.

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