Uno necesita una revisión de males internos y se va al hospital. Allí en una ventanilla del vestíbulo de citaciones una amable funcionaria me explica a cámara lenta y como si yo fuese un niño el día antes de hacer la comunión, por qué no puede apuntarme en la lista correspondiente. Mire caballero (me dice), está usted en lista desde hace un año ya, esa especialidad tiene muchos, muchos pero que muchos en lista y, como usted está ya en ella, pues no se puede apuntar otra vez. Y yo imploraba respetuoso, pero si es que me dijeron los doctores de pasar revisiones cada ocho o doce meses. O sea, que ya van dos años que no me revisan males importantes. Y ella, pues no, no se puede apuntar de nuevo, hay que esperar el turno que tuviere, es que en ese departamento hay muchos, muchos, pero que muchos esperando.
Mi mal no se aprecia a simple vista. Y tampoco produce unas molestias como para ir de urgencia. Pero ahí está. Debería ser estrechamente vigilado para no tener que pasar a mayores (a mayores, mayores). O eso me dijeron en su día. Entonces no sé qué hacer. Si seguir esperando con infinita paciencia otro año. Si decirme hasta aquí hemos llegado y montar un pollo al modo que sea. Si hacerme un integrista suicida de la salud y mandar la enfermedad y la sanidad a tomar vientos. Pero vientos lejanos, lejanísimos. O visitar al curandero de Muñoz de toda la vida, u otro chamán nigeriano (que dicen las publicidades que eficacísimo), que imponiéndome las manos, rezando unas jaculatorias y bebiendo de un agua, me cura. Lo estoy meditando.
También barajo la posibilidad (pero como cosa desesperada ya) de tocar la influencia y la amistad de un altísimo cargo de la administración central (funcionario de carrera, nada de esos de dedo político de quita y pon), medio pariente mío, entrañable amigo de infancia y compañero de bachillerato (con lo que eso une siempre), que seguro llamaría a quien debe llamar y me pondría el primero en la lista de espera. Pero es que soy algo reacio a ese tipo de retorcidas maniobras orquestales en la oscuridad. Por cosas mías nada más. Purista y cívico que pretende ser uno.