OPINIóN
Actualizado 20/12/2015
Quintín García

XVI


Fría, lívida tu carne,
mi carne después de las hogueras.
Y lacia la fi na corola de cristal
donde bebiéramos, Teresa,
la embriagadora miel
de tanta llamarada. Hay que expulsar
en vómitos y soledades
la lava del volcán, la escoria
cruda y gris que la fragua
del ardido corazón produce
después de haber nacido
en el río que lleva
hasta la Luz. Toda verdad,
como las rosas, tiene
su tallo amargo.
Y amarga
y adolece bajar de los tabores
a la árida, yerta planicie
donde reinan los tristes
graznidos de los cuervos:
esa mar mancillada, en llantos
de Raquel en Ramá
porque todas las noches
prostituye su vientre y cumple
el encargo de arrojar
contra los acantilados
nuevos trenes inocentes
hacia el holocausto:
pies, manos, alas
tronchadas de ángeles

excluidos del paraíso
por los pérfi dos dientes
de los tiburones: el Becerro, la Máscara,
la Bestia que emiten
lánguidas baladas y embelecos
desde los chiringuitos de la playa.
(¡Acibarada noche oscura
blasonada por muros de agua
y alambradas con que repeler la sed
omnívora de los cuerpos extraños
que gritan a la puerta!)
Amarga y adolece bajar
de los Carmelos porque
cómo ahuyentarse
del abrazo del Sol
y sus rigores y signos
y no morir. Cómo
salir luego de las claras
estancias donde habita la Luz
y seguir viendo.
Pero
la carne es carne, ceniza
quebradiza y tiene
sus límites marcados (no puede
el astronauta vagar sin escafandra
por tierras siderales. Sólo Antoine
de Saint Exupéry
en El principito) y necesita
las nieblas, el frescor de los valles
para no fenecer por el fulgor
detenido de la nieve en la altura.

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