OPINIóN
Actualizado 15/12/2015
Francisco Delgado

Este año el calendario de diciembre está removido por acontecimientos políticos, como si éstos decidieran más que las estaciones, o que la celebración universal de la Navidad. En Salamanca,  un gran sector de la población joven ya ha celebrado la Nochevieja el pasado jueves, con gran intensidad. El día 20, por primera vez en la historia de España, la atención de la gran mayoría de ciudadanos que siempre ha estado ocupada por estas fechas en los resultados de la lotería, en las comidas y cenas familiares de Navidad, está centrada en los resultados de las elecciones generales del día 20.

La población actual española está dividida en las elecciones del 20 de diciembre en tres grandes grupos: en el grupo de aquellos que desean que no cambie nada esencial de nuestra vida colectiva, en el grupo de los que quieren algunos cambios puntuales en temas concretos ( como los niveles de corrupción o de inflación de estructuras o instituciones políticas?), y en el grupo de los que desean con fuerza cambios radicales en nuestras reglas de gobierno ( la Constitución, el estado de las autonomías, los modelos de producción, los servicios públicos?). Esta división en tres modos de concebir nuestra vida pública no es trágica si no invade nuestra vida emocional; si los límites humanos de reaccionar emocionalmente a los resultados de las urnas, se quedan entre la alegría normal de los que se proclamen vencedores, y la tristeza y aceptación de los que pierdan o se sientan perdedores.

Ningún país, ni siquiera nuestra tierra de origen, ni siquiera nuestra familia o nuestros grupos de amigos, son como a nosotros nos gustaría que fueran: son como son. España es múltiple en culturas, en paisajes, en historia, en distintas generaciones, en niveles de información, capacitación e independencia, y esta diversidad se traduce en esa  variedad difícilmente unida por unas siglas de partido que apuntan a una ilusión de unidad.

Pues nuestra vida cotidiana, nuestros sentimientos, desmienten la unidad de esos bloques. La mayoría de nosotros tenemos la vivencia de aparentes contradicciones: algunos de nuestro mejores amigos militan o simpatizan con los partidos de ideología opuesta a la nuestra, a veces incluso el propio cónyuge tiene opciones políticas diferentes a las nuestras, y nuestros propios hijos fluctúan u optan por distintos partidos, a la hora de votar. Y no digamos los vecinos o los compañeros de trabajo. Cuanta más democrática ha sido nuestra educación, más hemos aprendido a tolerar incluso enriquecernos con las diferencias. Solo si algún jugador no respeta las reglas del juego democrático surge la agresividad en los demás. O la violencia.

Libertad y respeto a las reglas del contrato social  son las dos caras de la moneda que garantizan la paz y el progreso colectivo. Solo eso. Con solo esas dos condiciones la vida pública se puede armonizar con la vida privada y uno puede pasar unas dignas fiestas de navidad rodeado de gente diversa en sus modos de ver la sociedad.

Incluso más divertidas que cuando queremos que los nuestros sean meros espejos de nosotros mismos. 

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