En la calle, en el trabajo, en la familia, con tu pareja, con tus hijos,?, en cualquier relación es más fácil juzgar al otro que entenderlo, lo primero sale sin más, para entender al prójimo hay que estar dispuesto a hacerlo.
Cuando alguien se toma la libertad de juzgar alguna cuestión de otra persona, aún cuando se tiene buenos criterios para hacerlo, el juicio sale de aquel que juzga, que no ha portado la mochila en ningún momento del juzgado.
Lo peligroso es cuando el juicio además se hace con ligereza, entendiendo ésta como la falta de esfuerzo, o aún peor, la falta de intención de haber entendido al otro.
Juzgar es relativamente sencillo, lo complicado es entender al otro, intentar ponerse en sus zapatos, porque todos tenemos derecho a opinar, pero ¿tenemos el deber de intentar entender a quién juzgamos?, o mejor personalizo la pregunta:
¿cree que está obligado a ser juzgado?
¿piensa que tiene usted derecho a ser entendido?
Cuando lo vemos en nosotros mismos es más evidente, a todos nos gusta ser entendidos, que el prójimo haya comprendido nuestros motivos, o al menos lo haya intentado. De hecho generalmente las personas que nos hacen sentir bien son aquellas que no nos juzgan.
Le invito a hacer un pequeño experimento esta semana, antes de valorar lo que hacen los demás, escúchenles atentamente, pregúntense si han entendido sus porqués, y si tienen alguna duda hágansela ver, pidan que se la aclaren, y cuando ya lo entiendan, no juzguen, simplemente devuelvan lo que han entendido.
Eso es ponerse en la piel del otro, quizás es más fácil juzgar que entender, pero merece la pena el esfuerzo.