Toros y cañas
Terminaban de dar las cinco en La Glorieta, y un sol con uñas arañaba las arenas del albero, cuando un fusilazo rompió la plaza; llegaba, al galope, un relámpago blanco y negro.
Desafiante?, publicando armas y azuzando duelos, el cárdeno tizoneó las sombras e incendió los burladeros.
Tras las enrojecidas tablas de la barrera, un hombre se santiguó, tentó en silencio los hierros, recogió el guante y saltó al ruedo.
Muerte y vida palpitaron a un tiempo.
Y el demiurgo, ensimismado, sacó la capa torera, citó de lejos, y se dispuso a albear el alma con aguamaniles volatineros.
Y la tarde, rendida y boquiabierta, decidió satinar el aire para que las gentes trenzásemos asombros con enronquecidos alientos.
Y el morlaco, con ceguera de casta, por aguazales de sangre andaba inquieto; tiraba derrotes, embestía a tientas, mientras el engaño escapaba una y otra vez con garabatos de miedo.
Y el crepúsculo aprovechó que la emoción anudó los vientos, para cuajar damasquinados y aguamarinas en los festones del cielo.