El trigo despunta entre los terrones. Ya alimenta a los ojos, a la espera de hacerlo meses más tarde con las aves granívoras que usan nuestras tierras de pan llevar. Los bosques atlánticos acaban de desnudarse y los perennes, siempre verdes, se ralentizan, aunque aún bellotas y piñones suponen una imponente despensa.
Pero hay quien prefiere hacérsela a su medida. Ardillas, lirones, arrendajos, rabilargos entierran frutos y bayas para poder disponer de ellos dos o tres meses más tarde. El armiño adquiere su manto por completo blanco al tiempo que sobre sus territorios ya ha comenzado el celo de los quebrantahuesos y a veces también el del buho real y el lince.
Y todavía vemos muchos días los hermosos hilos de la Virgen. Es más, alcanzan su apogeo ahora las bellotas de robles, encinas y alcornoques. No menos ese sol diminuto que son los frutos del madroño y que ahora, ya muy maduros, pueden llegar a emborrachar a quien se exceda en su consumo. ¡Qué espectáculo el madroño en noviembre! Junto a las perfectas esferas color brasa de los maduros y al amarillo de los frutos que aún no lo están del todo, todavía blanquean sus últimas flores. Si añadimos que nuestro árbol más bello tiene el verde perenne y más lustroso en sus hojas y un elegante pardo en su corteza, reconoceremos que es un lujo pasearse en este tiempo por una madroñera
Pero no hemos hecho más que empezar. Quedan, por ejemplo, decenas de impulsos migratorios. Por los ríos suben y bajan peces llenos de misterio y silencio. Cavan y se entierran muchos invertebrados y reptiles. Aletean sin desmayo durante miles de kilómetros los animales del aire.
El máximo de las castañas y de las nueces está ya disponible. Y como todos estos ámbitos estarán llenos de consumidores de sus primicias, se entiende, ahora mejor que nunca, el sentido de la hospitalidad de nuestras formaciones vegetales.