OPINIóN
Actualizado 19/11/2015
Juan José Nieto Lobato

Se siguió jugando. Mientras una pandilla de terroristas exaltados se dedicaba a matar ciudadanos improvisando sobre la marcha un plan que solo tenía definido su siniestro propósito, se siguió jugando al fútbol en Saint Denis. Allí, los espectadores ?ignorantes de que ellos mismos habían sido el objetivo frustrado de los fanáticos, la carne con la que estos querían alimentar sus bombas y su odio?, aplaudían las acciones de su selección tranquilos, confiados, seguros de sí mismos y de las libertades que les garantiza el vivir en un sistema democrático y moderno. Incluso cuando el sonido de una de las bombas invadió durante un breve lapso de tiempo la atmósfera del estadio, la vida dentro de este continuó como si nada estuviera ocurriendo ahí fuera.

No es nuevo; el deporte, en su versión moderna como vástago de la cultura del ocio, ha convivido con los acontecimientos históricos y los vaivenes políticos desde su primer día de vida, y es que, ya naciera en los vastos bulevares de la burguesía o en los angostos callejones de la clase obrera, la actividad deportiva, especialmente aquella con capacidad para soliviantar a las masas, está inexorablemente conectada al mundo en el que se desarrolla. Dentro de lo que cabe, ser el sujeto pasivo de estos tristes acontecimientos no es algo indigno. La historia nos ha dejado episodios mucho peores en los que atletas de diferentes disciplinas tuvieron que plegarse ?nadie los culpa? a las exigencias de sistemas autocráticos anhelantes de utilizarlos como propaganda de las bondades de su régimen.

"Vincere o morire" ("venced o morid") rezaba un telegrama firmado por Mussolini y dirigido a los jugadores de la selección que iban a disputar el mundial de fútbol de 1938 y cuya final tuvo lugar en París. En 1970, el orden de los acontecimientos pudiera conducir a la perversa conclusión de que el fútbol ocasionó una guerra entre Honduras y El Salvador, y es que las tensiones se recrudecieron hasta extremos irreversibles durante la eliminatoria de clasificación para el mundial de 1970, que enfrentó a ambas selecciones. A pesar de todo, también de su nombre ?Guerra del Fútbol la llamaron?, cualquiera alcanza a entender que todo fue fruto del delirio de cuatro terratenientes cuyos trajes siguieron igual de impolutos después de que cuatro mil desheredados se dejaran la vida en sus feudos.

La Guerra Fría también condujo a situaciones de extrema hostilidad. La final olímpica de baloncesto de 1972 entre la Unión Soviética y los Estados Unidos terminó con escándalo arbitral después de que los "comunistas" anotaran una canasta fuera de tiempo que los "capitalistas" se negaron a aceptar. A esta anécdota hay que sumar los continuos boicots orquestados por uno y otro bando en diferentes citas olímpicas. Pero volviendo a Munich, y como conclusión, me gustaría recordar aquella fatídica acción terrorista perpetrada por el grupo armado autodenominado "Septiembre negro" y que concluyó con la muerte de once atletas israelíes y un policía alemán (también de unos cuantos terroristas, pero estos me importan un bledo). Pocas horas después de los sucesos, Avery Brundage, presidente del Comité Olímpico Internacional se pronunciaría de la siguiente manera: "The Games must go on" ("los Juegos deben continuar"). Quizá tuviera razón. Después de todo, el deporte es una de las manifestaciones primigenias de la libertad. Si dejamos de jugar, estaremos muertos. 

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