OPINIóN
Actualizado 17/11/2015
Luis Gutiérrez Barrio

El coche fúnebre andaba lento por el camino que separaba el cementerio del pueblo, pasó por lo que un día fueron las eras de abajo. Aún se conservaba alguna  pequeña caseta de adobe, con el tejado derruido por el tiempo y el abandono, que sirvió para guardar los aperos propios de la trilla.

Pasó la comitiva delante de lo que fue la casa de la difunta. Una mujer menuda de 94 años, que nació pobre, muy pobre, y que tuvo que trabajar desde su infancia, hasta los límites que una persona es capaz de aguantar, para morir aún más pobre, y lo que es peor, sola, inmensamente sola.

El pueblo entero acompañaba al coche fúnebre. El cura, inmediatamente después del coche, a su lado un hombre portaba una vieja cruz de madera y tras ellos todas la mujeres, que en ningún momento dejaron de entonar cánticos religiosos, mezclados con alguna oración dirigida por el cura. Unos metros más atrás caminaban los hombres.

 La niebla había abierto lo suficiente como para poder distinguir con bastante claridad la corta fila de nichos del cementerio. Al fondo se adivinaba  una masa de chopos que se levantaban desde la orilla del río, a los que los fríos del avanzado otoño les había arrebatado las verdes vestiduras primaverales.

El pequeño cementerio se levantaba en un alto, al mismo borde de la cárcava que de forma abrupta descendía hasta el río.

Los rezos, dirigidos por el joven cura al que bajo las vestiduras, propias de la ceremonia, le asomaba el pantalón vaquero, eran contestados por las mujeres del pueblo. Los hombres, formaban sus propios círculos y hablaban de sus cosas.

Una vez concluidos los rezos, cuatro mozos, se acercaron hasta donde estaba el ataúd para levantarlo y colocarlo en el nicho que había vacío en la tercera fila. En ese momento, todos callaron, el ataúd se negaba a entrar en aquel ajustado hueco, pero los mozos le empujaron con tal fuerza  que el ataúd chocó contra la pared del fondo, produciendo un sonido hueco que se escuchó en todo el cementerio. Los dos operarios se apresuraron a colocar una lápida, la sellaron, y metieron a presión en el pequeño hueco que quedaba, la única corona de flores.

La gente fue abandonando el cementerio poco a poco, recordaban tiempos pasados, cuando la difunta era una mujer joven, menuda, "poca cosa" decían, con un marido impedido, a quien Dios no quiso otorgarles ningún hijo. Pero la naturaleza tuvo a bien dotarla de un genio y un nervio que la permitieron hacer frente a las muchas dificultades que la vida le iba plantando día a día.

Ahora, al final de su camino, por primera vez en su vida, descansaba en paz.

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