OPINIóN
Actualizado 16/11/2015
Antonio Matilla

Encerrado en mi casa me siento levemente incómodo, una leve inquietud me mana desde dentro, como cuando una leve sobrecarga de los músculos esqueléticos dorsales suele avisarme sordamente del todavía lejano ataque de ciática, para que esté más al loro y me cuide un poco más activamente; la respiración se me acelera levemente, siempre levemente, de modo todavía soportable, como aviso de un peligro aún futuro: ojo, que vas camino de tropezar y caer en el agujero de la inhóspita e insoportable levedad del ser.

En la leve oscuridad del pasillo interior mis pies me llevan, no yo, hacia una promesa de luz y aire fresco, otoñal; no me advierten, no, de ningún viento huracanado, ni de una vaharada de aire ardiente que pudiera venir del incendio del mundo; tampoco es un fluido estático, encerrado, inmóvil, rancio, cargado de rutina que te obligue a respirar poquito por miedo inconsciente a contaminarte de aburrimiento.

Por su parte la luz, abrasadora cuando brota del núcleo del Sol, viajera permanente, me llega tamizada por  la atmósfera exterior y los visillos interiores, que la amansan hasta volverla de dimensión humana, para poder abrir mis ojos ante ella y situarme sin tropiezo en el lugar que habito.

Luz sanadora y brisa estimulante llegadas de lejos, que necesito para poder airear mi casa y sentir el mundo que me rodea como promesa y don de hogar. Ya está. Sé lo que me pasa: necesito hacer Ejercicios Espirituales. Me he apuntado a la tanda que empieza justo esta mañana.

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