OPINIóN
Actualizado 09/11/2015
Rubén Martín Vaquero

De amores con puertas y otros desquereres

Cuando Cupido recorría el mundo cabalgando en los suspiros de las mujeres apasionadas, la ciudad de las tres colinas se amuralló para impedirle el paso.

Sus habitantes hicieron la cerca con sillares de oro que arrancaron de sus casas, y los fueron recibiendo, hilada tras hilada, con argamasa de apatía y frialdad.

Mas al llegar los crepúsculos cárdenos que los chopos apuntalan, los acantilados de piedra franca cicatrizaron con oropeles de soledad el alma de los cercados.

Los vecinos, azogados, trémulos los labios y la cara abotagada, decidieron que la venda fajadora de virtudes debía tener una puerta para que entrasen los enamorados y escapasen abrojos y desengaños.

Y después de un caluroso debate decidieron que los ángeles sin sexo, entregados valedores del amor que luchan a brazo partido contra el Diablo, Iblis, Satán, Belial, Ahriman o el mismísimo Demonio, debían guardar el portillo.

Decidido por unanimidad, eligieron una comisión que fuese a buscar a los ángeles azules que viven en palacios con rejas cuajadas de pinchos de acero en las ventanas, y les rogasen que vinieran a vigilar el postigo.

Fácilmente reconocibles por sus cabecitas regordetas con alas que nacen en el arranque del pescuezo, aceptaron de inmediato, y se aplicaron a la faena con tanto entusiasmo, que un buen día los vecinos dejaron a sus cuidados la carrera de la luz

Dueños y señores de la gracia de Dios, la hicieron navegar del este al oeste hasta que este año, agotados de alumbrar amores y olvidos, al llegar los vientos del otoño trataron de ocultarla con aldabonazos de bronce y una cascada de lágrimas amarillas.

Empeño inútil.

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