OPINIóN
Actualizado 09/11/2015
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Cualquier estudiante de Derecho conoce la dificultad de definir este concepto tan próximo y habitual. Recuerdo que desde la primera clase en las aulas de San Isidro, en primer curso, nos persiguió la intrigante cuestión acerca de "qué es el Derecho". "Derecho" en mayúscula para distinguirlo de ese otra compleja, aunque históricamente bien asentada noción de "derecho subjetivo", es decir, de conjunto de facultades de los sujetos jurídicos que las normas jurídicas reconocen y garantizan, que alcanza una protección fortalecida con la idea bastante más reciente de "derechos fundamentales" y de "Tribunal Constitucional".

No debe ser fácil explicar qué es el Derecho, porque tampoco lo es entenderlo. De hecho existe toda una pléyade de ilustres pensadores que han tratado de dar respuesta a esta cuestión, que parecía en un principio elemental, cada uno de ellos destacando algún aspecto particular. Quien va avanzando en la carrera se va dando cuenta de que un elemento importante es el dato de la coercibilidad. Usted puede tener un derecho subjetivo a habitar un determinado apartamento porque lo ha arrendado según las normas jurídicas vigentes, pero eso no sería más que papel mojado si no hubiera quien, en caso de conflicto, proteja su posición y, más en concreto, convierta en realidad su facultad de usar el espacio arrendado según los fines fijados en el contrato.

Esta idea de coacción jurídica es la que tenemos con frecuencia en la cabeza cuando hablamos de Derecho. Desde luego también cuando se alude en la prensa a determinadas reformas legales, como la que ha concedido al Tribunal Constitucional la potestad de hacer ejecutar por la fuerza sus decisiones, en el caso de que no se cumplan voluntariamente. Norma dirigida, como resulta obvio, a mostrar los dientes de la coacción jurídica del Estado ante las previsibles -por anunciadas de manera expresa-, desobediencias y  "desconexiones" que se apuntan por el lado noroccidental de nuestra zarandeada península.

No está de más explicar, para aquél que no lo sepa, que existe una especialidad del Derecho entendido como Ciencia Jurídica ?es decir, como conjunto de conocimientos ordenados de forma lógica y sistemática-, que se ocupa justamente de estudiar las formas e instrumentos para encauzar esa coacción jurídica en los momentos patológicos: quiero decir, en los casos frecuentes de incumplimiento voluntario de lo que nos mandan las normas. Ni más ni menos que el  Derecho procesal, sobre el cual decía un conocido catedrático -que lo fue de Salamanca durante un tiempo y llegó después a la Sala primera del Tribunal Supremo- que no se trata de una rama más del Derecho, sino que es el conjunto de normas que pretenden articular la garantía  de que el resto de normas se cumplan.

Si a esta construcción formal que acabo de esbozar le damos un baño de realismo nos encontraremos con dos cuestiones de enorme interés. Primera: no siempre el problema queda resuelto solo con lo que digan los tribunales, ni siquiera con el mandato de los propios tribunales para que se cumpla forzosamente lo que ha sido ordenado. Será necesario en ocasiones llamar al "brazo secular" de la fuerza pública para aplicar la coerción de la que hablábamos. Pero, segunda y principal, cuando nos referimos a cuestiones de Derecho público ?no de meras relaciones entre particulares, sino de conflictos entre entes públicos- aparece en primer plano un aspecto que hasta ahora había quedado en una posición apartada y secundaria: la convicción.

Para resumir: la fuerza del Derecho puede conseguir amedrentar, puede lograr incluso someter a los disidentes, pero si las normas que se pretende hacer cumplir no logran convencer a la mayoría, respetando suficientemente a la minoría, pierden de inmediato esa fortaleza casi mágica que a veces les otorgamos y nos dejan desasistidos como a los recién expulsados del paraíso. De ahí la larga insistencia en que hay problemas que es sabio resolver más que con la coacción jurídica, con el prudente, paciente y activo diálogo.

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