Cuando el peculiar político Xavier García Albiol, tratando de desautorizar una decisión de la presidenta del parlament de Catalunya, exclama: "¡para chula ella, chulos nosotros!", además de calificar a sus conmilitones y a sí mismo como chulos -expresión que él seguramente asocia a la valentonería perdonavidas pinturera y los demás a la fatuidad, la petulancia y la altanería-, subraya una vez más la catadura, la deprimente escasez expresiva y la cotidiana zafiedad del discurso político con que, no solo este chistoso personaje, acostumbran a usar al tratar de comunicarse los políticos cuando carecen de la letanía de obviedades escritas en sus papelitos de notas (que a veces ni ellos mismos entienden). Cuando el afamado futbolista brasileño Dani Alves, tratando de justificar el inadecuado, gamberro, intolerable y vergonzoso comportamiento de desprecio hacia sus rivales, al interrumpir groseramente una rueda de prensa, argumenta que "la vida es chula y nosotros también somos chulos", tal vez como consecuencia de la cortedad mental que se le adivina, no acierte a comprender que sus explicaciones retratan como chulos (jactanciosos, chuletas, faroleros, soberbios, fatuos, presumidos), mucho más exactamente de lo que parece, a estos señoritingos millonarios, su juicio despectivo hacia los ajenos a su tribu, su soberbia caprichosa que ignora el respeto, así como transparenta la absoluta liviandad de su personalidad (en un posterior ejercicio de lo mismo, con notable y ridículo gregarismo, su entrenador los animó a volver a las andadas...).
No es preciso que ciertos personajes y personajillos, como estas baratijas de la semana pasada, se autocalifiquen como lo que son ?aunque ya lo sabíamos-, para que, sobre todo en el mundo de la política y sus alrededores, podamos constatar la inmensa cantidad de chulería que se propaga imparable. Una chulería que también abarca e infecta rápidamente los ámbitos del deporte, de las artes, de la cultura, el periodismo, la moda, la gastronomía o cualesquiera otros terrenos en los que un público mayoritariamente estúpido siga alimentándose, precisamente, de la misma chulería (en su peor acepción) que es la base y el fundamento de la casi totalidad de la publicidad, de las llamadas al consumo compulsivo, del afán de apariencia, de la inútil competencia por todo, de la presuntuosidad, de las fachadas, del 'y tú más' y del clásico 'usted no sabe con quién está hablando'. Pero no es menos cierto que esa imparable inundación de chulería no sería posible sin la anuencia de una ciudadanía hundida en la molicie y en la inmovilidad, esclava del voto inconsciente, devota del mirar a otro lado, despectiva con lo importante y feligresa de los brillos, militante del 'a mí qué me importa' y el 'mientras no me afecte', de la envidia, de la cobardía y, sobre todo, de la indiferencia.