OPINIóN
Actualizado 02/11/2015
Alejandro López Andrada

Nadie debería ser distinto ante la muerte, pero hay muertos que llevan cosido el olvido a sus espaldas y, aunque sus familiares los recuerden, a nivel oficial son números cifrados por un abandono difícil de entender. Para muchas personas resulta doloroso no saber dónde están enterrados sus parientes, sus seres queridos, sus padres o sus abuelos, porque, después de su pérdida y su ausencia, cayó entre los huesos de sus desaparecidos un olvido plomizo, febril, desolador, levantado por quienes un día decidieron borrarlos del mapa y hundirlos en un silencio que huele a rencor, vergüenza e indignidad. A veces los huesos, sobre todo en este caso --aquellos que yacen perdidos en las cunetas y en las tumbas anónimas, cubiertas por las zarzas-- tienen forma de amor y de melancolía, de dolor y respeto, de angustia familiar. Por eso quizá hoy más que nunca es necesaria, y adquiere un sentido diáfano, esencial, la tan controvertida ley de memoria histórica; y digo controvertida en relación con las últimas frases turbias, canallescas, absolutamente inmundas y cavernarias, que he oído en los labios de ciertos personajes que debieran lavarse la boca con lejía antes de hilar las soberbias estupideces que sueltan a veces movidos por un odio, un desdén y un rincón imposibles de creer.

No quiero dar nombres, ni intento remover la niebla que habita el interior de esas personas que tratan de emborronar y de cubrir con su venenosa pócima el aliento lúcido y vigoroso que destilan aquellos y aquellas que, urdidos por la luz y el amor que les une a sus familiares muertos, piden la exhumación de su memoria, la extracción de sus huesos, de sus restos amontonados en fosas cubiertas por la amnesia y la desidia, por la ignominia, el odio y el rencor. Hemos entrado en noviembre, el mes de los difuntos, y los cementerios, adornados de peonías, de rosas y orquídeas, de hermosos crisantemos, de humildes ofrendas encima de las lápidas, durante unos días parecen menos tristes y adquieren de pronto un aspecto más romántico, mucho más emotivo y menos fantasmal. Recuerdo que antaño las mujeres de mi pueblo, el día de los Santos, acudían al cementerio cubiertas con velos umbríos, muy enlutadas, a dejar en las tumbas (algunas cubiertas por la tierra), junto a una pequeña cruz casi oxidada, un cálido ramo de flores y unas velas que, a la hora del atardecer, parpadeaban en el silencio insomne del recinto como si fuesen lánguidas luciérnagas buscando un cobijo bajo la eternidad. Me gustaba acudir a ver la tumba misteriosa de mi abuelo paterno bajo la llovizna, yo tenía diez años (entonces llovía mucho), y, mientras rezaba o musitaba unas palabras, tenía la impresión de que sus huesos me escuchaban y en la muerte yo hallaba un interlocutor muy dócil que me ataba a la tierra, al sentido de la vida, produciendo en mi alma una sutil relajación que evaporaba los miedos infantiles y, de alguna manera, me hacía madurar.

Siempre supe el lugar en que se hallaban los despojos de mis seres queridos (fui un privilegiado) y eso me hace sentirme firme y solidario con aquellos que nunca han sabido dónde tienen su morada los suyos, y los buscan sin consuelo, porque la muerte no existe en el olvido, ni en la ausencia de huesos, de restos o de despojos. La muerte de un familiar no adquiere nunca un sentido real, cierto y verdadero, hasta que no tiene un lugar, un rinconcito, un trocito de tierra fiel, determinada, donde puedan los suyos acudir a visitarle y dejar sobre el mármol una humilde y leve flor. Nadie debe ser olvidado tras la muerte, pero en este país, aunque a algunos les moleste, hay demasiados cadáveres olvidados en fosas comunes, millares de huesos, zapatos y objetos personales, cegados por la hipocresía y el desdén, que aún claman justicia, dignidad y amor. Son miles de fosas, de tumbas anónimas, olvidadas, que han de ser descubiertas, abiertas y exhumadas para cerrar una herida vergonzosa, fieramente inhumana, terriblemente cruel. Me parece por tanto una actitud grotesca y ruin la de aquellos que dicen y afirman convencidos que en este país, patria, estado o lo que sea, no quedan fosas comunes por abrir. Uno siente vergüenza, asco y repugnancia al oír esas frases oscuras y venenosas en boca de gente dedicada a la política. A punto de llegar noviembre, solo pido que las tumbas anónimas al fin dejen de serlo y el amor y el perdón acaben venciendo a la ignominia, al rencor milenario, al odio y la maldad.

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