OPINIóN
Actualizado 01/11/2015
José Luis Puerto

"Llega otra vez noviembre, que es el mes que más quiero / porque sé su secreto, porque me da más vida". Así comienza un hermoso poema del gran poeta zamorano Claudio Rodríguez, uno de los poetas decisivos de la segunda mitad del siglo XX en nuestro idioma.

   Llega noviembre y en todos nosotros se activan esas melodías de la memoria, que nos llevan a recordar a los nuestros que se han ido de este mundo; que nos llevan a los cementerios en que yacen, a depositar esa ofrenda tan hermosa y simbólica a un tiempo que son las flores.

   Porque todo en este tiempo es simbólico. En esa dicotomía de muerte y resurrección, se mueve de continuo mucho de lo que es nuestro sentir. Porque nuestro imaginario está marcado siempre, por más que apenas seamos conscientes de ello, por aquello que Antonio Machado llamaba los universales del sentimiento: la vida, la muerte, el amor, el tiempo, la inmortalidad... Estamos atrapados, por ser seres de conciencia, en las redes de esa constelación de universales por los que siempre nos preguntamos, pese a que las respuestas no nos lleguen, pues el ser humano contemporáneo percibe que la divinidad se comporta como Dios escondido, como Dios silencioso, cuyos mensajes nos faltan.

   Sigue Claudio Rodríguez con su apología de noviembre, desplazando sus palabras hacia esa experiencia que todos podemos tener del mundo, porque forma parte de nuestra cotidianidad, pese a que no seamos conscientes de ella, porque no vivimos con intensidad, sino de manera rutinaria. "La calidad de su aire, que es canción, / casi revelación, / y sus mañanas tan remediadoras, / su ternura codiciosa, / su entrañable soledad."

   Nos adentramos en noviembre con un rito de la memoria: recordar a los nuestros desaparecidos, llevarles unas flores a los cementerios, para depositarlas en las tumbas en que reposan. Y estos ritos, estas melodías de la memoria, nos sacan de esa amorfa rutina y nos ponen cara a cara frente a esos universales del sentimiento. Y es que, como seres humanos, tenemos una potestad, gracias precisamente al don de la memoria que poseemos: podemos tener resucitados en nuestro corazón a todos los seres que hemos querido y que se han marchado de este mundo. Y esa resurrección cierta que podemos ejercer es uno de los poderes más consoladores de que disponemos.

   Días de cementerios, en los que nos acude a la memoria otros sobrecogedores versos sobre ellos de Federico García Lorca: "Quiero dormir el sueño de las manzanas / alejarme del tumulto de los cementerios. / Quiero dormir el sueño de aquel niño / que quería cortarse el corazón en alta mar." "Quiero dormir un rato, / un rato, un minuto, un siglo; / pero que todos sepan que no he muerto; / que hay un establo de oro en mis labios; / que soy el pequeño amigo del viento Oeste; / que soy la sombra inmensa de mis lágrimas."

   Llega otra vez noviembre. Y, con él, las melodías de la memoria, esa intensa resurrección de los nuestros, de nuestros seres más queridos, en nuestro corazón. Una melodía que podemos escuchar ... "mientras llega el invierno". Porque nunca nadie muere del todo, mientras esté resucitado en la melodía de la memoria de alguien que lo haya conocido y que lo haya amado.

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