El humanismo es ese conjunto de cualidades o virtudes del hombre que lo hacen más humano. Así lo entendían los clásicos y qué bien lo entendían. Y lo cultivaban enseñando las humanidades y practicando la humanidad, que es cuidado, afabilidad, delicadeza y hasta ternura con los seres humanos. Hace pocos días le han dado el premio Princesa de Asturias a un humanista, Emilio Lledó. ¡Qué bien! Han aprovechado la ocasión. Porque es muy de temer que lo tengan que suprimir. Los humanistas son una especie en extinción. Los ecologistas, los verdes, los defensores del medio ambiente, no se ocupan de la especie humana ni de su humanidad, se ocupan de las ballenas, los caballos y los perros perdidos o los que tienen en su casa y los meten en su cama, y les hacen jerseys de lana y capitas de vivos colores para que no pasen frío en el invierno. Y les hacen leyes porque tienen también sus derechos. Y constituyen sociedades protectoras de animales, de plantas, de pájaros y de insectos, porque realmente son muy bonitos. Muy bien, mientras no se pasen. Tampoco he escuchado a los políticos en estos días que preceden a los comicios hablar del humanismo y las humanidades. Los que aspiran a gobernarnos prometen darnos, después de que hayan conseguido el poder, todo lo que se les viene a la boca. Y en las tertulias de los medios algunos no callan hasta que no han hecho callar al otro. ¡Qué verborrea! Para prometernos la felicidad. El mirador provinciano los mira más que escucharlos y ve lo que hacen. Ve las leyes de educación, que ya se le ha perdido la cuenta de cuántas van y que no se ponen en práctica porque llega otro ministro del ramo y quita la de su predecesor y pone otra peor. Da lo mismo que sea de izquierdas o de derechas, todos coinciden en lo mismo: fuera de las escuelas y universidades la filosofía y las humanidades, "cuanto menos piensen mejor, nosotros pensaremos por ellos". Y se pregunta admirado el mirador: Ah, ¿pero es que los políticos también piensan?