OPINIóN
Actualizado 17/10/2015
Tomás González Blázquez

La pega de ser salmantino es que nunca vivirás ese momento, que aventuro será delicioso e inolvidable, de descubrir Salamanca. La silueta de las torres catedralicias al acercarse a la ciudad, que para los propios es orgullo y alegría de volver, y para los visitantes asombro y alegría de haber escogido nuevo destino. La esplendidez de la Plaza, que surcamos como si fuera sala de estar. La filigrana de la fachada universitaria, ante la que transitamos con normalidad.

 

Esta semana probé una variante de esa delicia y no la olvidaré. Conocí Baeza y Úbeda, Úbeda y Baeza. Salamancas de Andalucía. Urbes trazadas con el lápiz del buen gusto, en las que la Historia ha grabado sus letras de oro. Eclipsado por el velo de los olvidos, arrinconado en el devenir de las décadas, ignorado tantas veces, pero de veta pura y brillo auténtico. Sobre las doradas paredes, sangre de toro hecha victoria. La baezana Universidad, acogida como hija-hermana por la salmantina. Sus aulas de instituto, bendecidas por el paso de viejos-nuevos profesores como Antonio Machado o Vicens Vives. Santos Juanes por sus calles y conventos: el de la Cruz, el de Ávila, el Bautista de la Concepción, que sueñan una Iglesia nueva en un mundo nuevo. Genio humano levantando templos, y retablos, y portadas, a lo divino. Custodia labrada que embellece la plata para El que todo merece. Palacios robados al tiempo y al espacio, torres y frisos, patios y columnas, grutescos y salvajes, para que el nuevo nacimiento del arte antiguo sea una fiesta sin fin.

 

Baeza y Úbeda. Úbeda y Baeza. Tan lejos y tan cerca. Tan salmantinas. Tan suyas y tan nuestras. Tan deliciosas. Tan inolvidables.

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