OPINIóN
Actualizado 16/10/2015
Luis Miguel Santos Unamuno

Salgo de casa poco antes de las 9. No es una hora que me sea habitual pero tengo cita con el médico y he cambiado mis rutinas. Para mi sorpresa la vida bulle de madres y escolares (vivo en zona de colegios) que empiezan su jornada, ellas les acompañan, algún padre también, algún abuelo. En las entradas de dos centros, uno público y otro privado, muy próximos, se arremolinan y empujan niños y niñas. Hay uniformes, ropa de marca y ropa sin marca, hay monovolúmenes y todoterrenos que invaden las aceras y pequeños utilitarios. En la avenida los taxis y autobuses quedan atascados mientras los repartidores en furgoneta se escabullen por las calles peatonales, algo en esas horas permitido. Hay también empleados de banca trajeados que en las cafeterías del barrio se permiten ese desayuno que la mayoría pospuso en casa debido al madrugón. Operarios de todo tipo, con ropa de operarios, despliegan cables, escaleras o cajas. Uno habla por teléfono reclamando algo, intentando solucionar un problema que se ha encontrado ya tan tempranito. Pronto son los universitarios los que invaden la calle, auriculares en los oídos, exhibiendo su juventud, valientes ante el frío: es preciso tener un look atractivo en clase aunque ahora el relente se les cuele por las aberturas de la ropa. Hay muchos estudiantes extranjeros, traen costumbres nuevas, tienen mejor organizado su gasto y compran en las primeras pastelerías bollería que les aporte energía y botellas de agua (¿cuándo un salmantino ha bebido agua embotellada?) que cargan en mochilas y macutos. Varios clientes que se acercan al banco se empujan educadamente en la puerta, metiendo codos como ciclistas, sabiendo que unos segundos de demora a la entrada y un puesto cedido en la cola significarán 10 minutos de espera, quizá más. Aún no hace demasiado frío y hay una luz que pronto, con los días, se irá oscureciendo por mucho que el cambio de hora nos dé un respiro durante unas semanitas. Todavía, sin embargo, amigas que se han hecho amigas por coincidir llevando a los niños conversan mientras comparten en una terraza recién puesta un cafelito tempranero y, casi seguro, un cigarrillo. Pronto el frío apretará y no podrán darse ese placer de la conversación y quizá se planteen dejar el vicio. Suelen ser mujeres pero aún así me invade el recuerdo de El autobús de St. James, un prodigioso cuento de John Cheever, al que muchas veces cito aquí, se me ve el plumero. Apetece quedarse porque quieres más de ese bullicio sin percatarte de  que en unos minutos las calles estarán casi desiertas a la espera de los jubilados y amas de casa camino del mercado. Los amos de casa no frecuentan tanto el mercado de abastos y además eligen otras horas. Un padre tardío, quizá un abuelo, acompaña, como seguramente lleva haciendo toda la vida, a su hijo ya adulto a un centro de día para discapacitados. Lo lleva de la mano. Hay paciencia y armonía y un brillo de amor en sus ojos. Capto conversaciones al azar:  "A mí que le llamen Mocosete o que le llamen Gafotas no?" consigo escuchar el final de la frase aunque lo intuyo. "Ahora por el esquipe me mandan fotos" confiesa a un conocido una mujer orgullosa de sus avances en nuevas Tecnologías que la acercan a sus amigos lejanos.

   Por un momento pienso en un cuento que leí del autor mallorquín José Carlos Llop y que recuerdo vagamente: alguien que enfermaba de poca gravedad pasaba a disponer de un tiempo matinal en el que se dedicaba a pasear por su ciudad de siempre que tenía bastante desatendida. Ese nuevo tiempo en el espacio de siempre suponía un cruce de posibilidades que llevaba sin producirse veinte años.Se topa con viejos amigos que creía perdidos, se reencuentra con una antigua novia con la que pronto formaliza de nuevo relaciones. No recuerdo como acababa, sólo ese aroma de visitante temporal de un tiempo detenido, a lo Brigadoon.

   El centro de salud al que acudo bulle también de gente ya de mañanita aunque el paisanaje es otro, mucha arruga, más canas, espaldas más arqueadas. Vamos a que nos curen, claro, no queremos perdernos el espectáculo de la vida en la ciudad. No sé si nos damos cuenta de la suerte que tenemos. 

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