OPINIóN
Actualizado 15/10/2015
Juan José Nieto Lobato

Últimamente, a propósito de fechas festivas y elecciones parlamentarias, han ocupado un lugar preeminente dentro de la actualidad pública debates de gran fondo presentados de manera escatológica, de forma intencionadamente simplificada y, en cualquier caso, desprovistos del gran objetivo que debe perseguir toda confrontación de ideas, esto es, la propia confrontación de ideas. Pero entre mentes modeladas por la lectura de un único libro y desde posiciones atrincheradas, el intercambio se vuelve imposible. No hay comunicación allí donde nadie escucha y nadie, al parecer, está dispuesto a hacerlo.

Mi objetivo, hoy, pasa por abrir otro debate. Necesario, creo, porque persigue desentrañar la naturaleza de un dogma del que yo mismo he hecho apología en estas líneas. Soy entrenador y estoy convencido de que hacer deporte, en términos generales, es un complemento adecuado para la formación de un niño o adolescente. Sin embargo, pienso que esto que se ha convertido en un lugar común en nuestras sociedades debería ser replanteado. No todo deporte es igualmente sano y, además, en términos educativos, no todos los entornos son igualmente adecuados.

Como no me parecen adecuados, tampoco, ciertos tópicos comúnmente aceptados en el deporte profesional. El que se tira en el área forzando un penalty no es un pillo, término cariñoso, sino un tramposo, término descalificativo. Quien premia o aplaude una trampa engaña al espíritu del juego y le falta al respeto al rival. Una pregunta, ¿lo que pasa en el campo se queda en el campo? Aunque la celebración de un evento deportivo suspenda temporalmente la aplicación de las leyes generales y, aunque el grado de excitación pueda mitigar la responsabilidad de determinados tipos de conducta, no me gusta esta máxima argentina. Y es que jugando, mejor que en ningún otro contexto, nos definimos como personas. De ahí que los entrenadores, más expertos y con la mente a priori más fría, tengamos la responsabilidad de educar en todo momento, exigiendo actuar con honor, respeto y responsabilidad durante todos los minutos del encuentro. Y bueno, no soy nadie para desacreditar a Luis Aragonés y el sentido figurado con el que se refería al hablar de ganar por lo civil o por lo criminal. En cualquier caso, preferiría que las charlas motivadoras atendieran más a los medios que dependen de nosotros y apelaran más a aspectos espirituales y de mejora propia que al triunfo como fin, aunque este sea el único que perdura en la historia o que reporta beneficios en el corto plazo.

El deporte no es en sí mismo un transmisor de valores. Es más bien un receptor que puede encajar todo tipo de consignas, aunque algunas actividades, por lo arraigado de sus costumbres y principios, puedan repeler algunas de ellas expulsando a tramposos, arribistas, violentos y demás perfiles contrarios a la esencia del deporte que nos gusta, ese que efectivamente nos inspira a ser mejores cada día, a colaborar con los compañeros para progresar y a respetar al rival y a los árbitros sabedores de que sin ellos no hay partido. Porque a nosotros lo que nos gusta es que los jóvenes jueguen y hagan deporte. Pero no de cualquier manera.

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