OPINIóN
Actualizado 12/10/2015
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Poco antes de la mitad de marzo de 2013, desde este modesto guindo se seguía con expectación la elección del nuevo Servidor de los Servidores de Dios, con este tan digno y antiguo título, usado no por mera tradición, sino con la esperanza de un mayor acercamiento del nuevo Obispo de Roma al mundo real, a los problemas de quienes luchan por su dignidad día a día: demasiados por alcanzar incluso su sustento, bastantes por obtener un respeto mínimo e irrenunciable.

El boato y los oropeles propios de un puesto tan singular, que conlleva por las carambolas de la historia hasta una Jefatura de Estado, han sido en ocasiones pesados impedimentos para distinguir la paja del grano, la esencia de la circunstancia. Estos rezagos históricos, muchas veces sacralizados con el nombre de "tradición", han servido para excluir y mortificar, y sin duda alguna también para alejar.

Sorprendió a muchos el Papa Bergoglio en la elección del nombre oficial, en la que ya mostró algunos rasgos importantes de su actitud y de su programa. La invocación del poverello de Asís no podía ser casualidad, y se vio confirmada con bellas y dramáticas imágenes como la llamada a atender las periferias, la insistencia en la necesidad evidente de que el pastor huela a oveja, el viaje a Pantelleria para dar todavía más visibilidad mundial al drama insufrible de los refugiados...

Recordarán además todos los teólogos católicos que en su primera aparición desde la famosa ventana del Palacio Apostólico, a la hora del Angelus, aludió a esa virtud divina, colocada demasiadas veces en un puesto secundario, que conocemos como "misericordia", con cita expresa de una obra del Cardenal Walter Kasper.

Aunque pudiera parecer lo contrario, la religión que hasta ahora había sido arrinconada en el desván de los objetos desusados, por lo menos en grandes sectores de estos países descreídos nuestros, vuelve a la palestra, no en forma de baños de masas, que demostraron hace tiempo ser pan para hoy y hambre para mañana, sino en forma de debate público más profundo y en el que participa gente diversa, creyentes y no creyentes. No es extraño oír a quien se proclama agnóstico comentarios sobre las afirmaciones del Papa.

Según algunos ésta es una extraordinaria operación de márketing, propia de la sabiduría vaticana, con el fin de asegurar la supervivencia de una de las instituciones más duraderas de la historia; conforme a otros se trata de pasos cautos en la evolución imprescindible de una Ecclesia semper reformanda.

En cualquier caso en los últimos meses la prensa se ha hecho ecos de debates enconados, entre posiciones muy diversas. Lo extraño sería que en una asamblea amplia y plural no hubiera variedad de sensibilidades en torno a la actualización de la posición de la Iglesia. Más discutibles son algunas de las formas de exponerlas, tanto algunas conservadoras como otras liberales. Pero la esencia es otra.

En estas semanas de complejas discusiones en Roma en el seno del Sínodo sobre las familias, los padres sinodales tienen la ocasión de mostrar al mundo cómo conciben esa virtud preciosa de compadecerse del que sufre, de acompañarle y ayudarle a llevar su cruz particular, de ofrecer palabras de cariño al que se encuentra solo y desprotegido. En resumen, todo eso a lo que de forma resumida llamamos "misericordia".

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