El caso de la niña Andrea Lago, en Santiago de Compostela, ha devuelto a la actualidad el asunto de la llamada "muerte digna", que algunos se apresuran a diferenciar de la eutanasia y otros esgrimen como lema para conseguir la implantación de ésta. No es difícil perderse en la maraña de conceptos y eufemismos cuando existe tanto afán de confundir, y basta cualquier situación para abrir el debate.
El sufrimiento de los propios enfermos o, en este caso, de los padres de Andrea, y de tantos familiares de enfermos, ya sean niños o adultos, en plenitud de facultades mentales o con éstas anuladas, terminales o sin visos de curación (que tampoco es lo mismo), no merece ningún reproche ni análisis. Sólo comprensión y solidaridad.
Sin embargo, como médico, cada vez que leo ciertas opiniones al respecto, incluso las de algunos compañeros, me admira la habilidad que tienen de diagnosticar la dignidad de una vida o de una muerte. No extraña que contemplen con naturalidad que se pueda disponer de la vida de un no nacido o de quien no posee la capacidad de decidir, y al tiempo se exalte el derecho a decidir de quien sí tiene voz. Médicos hay que se creen que la muerte es un enemigo a combatir y que es preferible vencerla con una llamada "muerte digna" que con la aceptación de su inevitable llegada a su tiempo, encarando como adversario al dolor físico y espiritual y, en la medida de lo posible, venciéndolo. Recurriendo a los cuidados paliativos, al principio del doble efecto, al rechazo del encarnizamiento terapéutico, pero no a las sedaciones terminales precoces ni a los suicidios asistidos. Compadecerse no consiste en adelantar la hora final. Dividir las vidas y las muertes entre dignas e indignas me parece un diagnóstico socialmente letal y médicamente imposible.