OPINIóN
Actualizado 08/10/2015
Juan José Nieto Lobato

En la búsqueda del deseado equilibrio, perseguido por Shakespeare y muchos otros autores de teatro anteriores y sobre todo posteriores al genio de Stratford-upon-Avon, entre lo sublime y lo grotesco, el derby de Madrid entre el Atlético y el Real, disputado el pasado domingo, solo se prodigó en lo segundo. Toda vez planteado el conflicto; la lucha entre dos clanes, ejércitos o pandillas, el desarrollo fue una suerte de sucesión de despropósitos: de tropezones, de cagadas de perro pisadas o de disparos al aire. Si la crítica cinematográfica o teatral hubiera tenido que definir un género para semejante espectáculo, habría pensado que se trató de una parodia de sí mismo, una especie de Scary Movie de las películas de terror. Pero no, ni entrenadores ni futbolistas fueron conscientes de ello. Simplemente intentaron ganar a cualquier precio. Como si no hubiera otras fórmulas.

Siguiendo con el símil narrativo, parece que el aficionado al fútbol se contenta con un buen planteamiento y un feliz desenlace. Le basta con que le anuncien, y vendan, una lucha encarnizada entre los suyos y los otros y con que ganen los suyos. Y con que pierdan los otros, claro. No hay un cliente o consumidor más fácil de complacer que un aficionado al fútbol. Incluso si el planteamiento no es tan atractivo, o pese a que el desenlace no sea el deseado, volverá a comprar su entrada o a sentarse frente al televisor. Y aunque durante el desarrollo, es cierto, pueda emitir quejas, balbuceos o improperios, no pasará nada. Habrá un nuevo partido. Y allí estará él, expectante.

El fútbol hace aflorar nuestro lado más irracional (emocional, lo llamarían otros). Mientras que el aficionado al teatro, a la música de cámara o a la pintura paga su entrada para asistir a una ejecución perfecta, el aficionado al fútbol, también a otros deportes, paga por una esperanza (la de ver ganar a su equipo o la de asistir a un destello de clase) y por el sentimiento de sentirse respaldado al formar parte de una causa común. Mientras el aficionado al arte quiere sentirse único contemplando algo extremadamente bello, el aficionado al fútbol quiere sentirse acompañado observando algo que, durante gran parte de su desarrollo, será intrascendente y pobre en términos estilísticos. Le basta con tener algo de lo que hablar el lunes en la taberna. Le basta con no sentirse solo.

Si una lavadora nos hubiera salido tan imperfecta como el derby del pasado domingo habríamos pedido la devolución del dinero. Y lo mismo habríamos hecho con tantos otros productos de los que demandamos unas mínimas garantías. Pero acudir al fútbol no tiene nada que ver con una compra segura. Se trata más bien de una inversión arriesgada en la que la propia incertidumbre actúa como tipo de interés. Y es que el componente irracional del fútbol conecta con la verdadera naturaleza del hombre. De ahí que lleve años convertido en el deporte rey. De ahí que siga evangelizando aficionados allende los mares. De ahí que no sea difícil apostar por que seguirá siendo así por los siglos de los siglos.  

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