OPINIóN
Actualizado 04/10/2015
Raúl Vacas

Otoño es la estación de los suspiros y los cementerios. Un mes hecho de niebla y de faldillas. Una feliz coartada para las chimeneas.

El frío, en otoño, pierde el tiempo entre las prendas de abrigo; se inocula en los ojos; se oye discurrir, como notas de flauta, entre los huesos. El viento insiste, una y otra vez, en doblegar los árboles y los recuerdos. El viento que se lleva las palabras. El viento que se siembra. El viento que arranca. El viento que hace sonar las tubas y los oboes. El viento en popa.

Y en otoño la lluvia empapa los semáforos en rojo, y la vida y el amor son un poema a la intemperie, un recreo robado, un sueño cinematográfico.

Las hojas de los libros presienten el otoño. Intuyen la tristeza de los árboles, la amarilla pandemia, sus sombras arrugadas. Y en ocasiones caen de seis en siete de sus lomos con las letras enfermas y los márgenes sucios.

Otoño es la estación de los poetas y de los amantes. La fecha en que caducan los olvidos y las moscas, el pasadizo secreto que conduce al interior del invierno.

Otoño es llanto y es discurso. Las horas del reloj discurren dóciles y velocísimas, sentenciadas a muerte por la prisa. La oscuridad es más áspera. La noche y las hogueras más altas.

El otoño es la estación de los sentidos: "¿Oyes en medio del otoño detonaciones amarillas?" se preguntaba Pablo Neruda.

Tal vez el tacto nos invite a acariciar los confortables corazones, los labios oxidados, las últimas lágrimas. Quizá haya que cerrar con suavidad los ojos para oler la mermelada de membrillo; clasificar, con el sistema decimal, las hojas; poner la vista en venta; derramar, como el sol, sus cabellos, el gusto.

Otoño es un buen mes para decir te quiero amor sin ti no sé el valor de los abrazos, para albergar deseos inservibles, para pelar la vida y degustarla como castañas asadas.

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