Las sandías se pueden dividir en dos clases, según lo pragmático que sea, querido lector. Yo lo soy o lo intento, y por eso para mí las sandías se dividen en dos: las que tienen pepitas y las que no. Y la vida, con esa división, debería ser más fácil a la hora de ir a la frutería, pero no.
Las divisiones tajantes de la vida, que yo llamo B&W, blanco o negro, por lo general no son buenas para nadie. Ni para el que las establece ni para el que las sufre. Con la cantidad de colores que hay en la paleta... paleto usted, don Pluscuamperfecto que se cree con la última palabra para sentar cátedra de todo.
Las sandías son como las personas, o las personas como las sandías, según cómo tenga el día, querido lector. Las hay con pepitas, son molestas, no me diga que no, para comer. Tienes que estar ahí pendiente de los pedazos oscuros antes de llevarte a la boca tan dulce manjar. O te pasas un rato haciendo manualidades para quitar las pepitas o te las ves y las deseas para que la lengua evite que te las tragues. O las masticas, se han dado casos. O te las tragas, pero ya verás tú como te crezca una en el estómago -como nos decían de pequeños- y todo por vago, por no escupirlas.
Para esa gente inventaron las sandías sin pepitas. Que es mentira, sí que tienen, pero son como fantasmas de pepitas de verdad, blancas y blandurrias, como si la sandía solo hubiese tenido fuerza para hacer la piel de su siguiente yo. Y esas las masticas y te las tragas, lo mismo te da, porque sabes que -aunque te encharques el estómago de agua- no te van a germinar en el tracto digestivo. Porque no son pipas ni son na.
Pues con las personas pasa igual. La mayoría parecemos más o menos iguales vistos desde fuera. Cada uno con sus dos brazos, dos piernas, dos (o cuatro) ojos, boca, nariz, más o menos pelo... Nuestra cáscara puede estar más lisa, más agurrada, menos pálida o menos morena. Lo mismo da. Somos, a la vista, "personas". Igual que las sandías son, a primera vista, "sandías". Pero por dentro, ay, es otro cantar. Las hay más dulces o más "recias". Y normalmente es la gente con experiencia -los abuelos- los únicos que saben distinguir unas de otras con un único golpe de nudillos.
Mi abuelo dice que las sandías buenas "suenan" bien. Yo no controlo bien ese método táctil, pero sí que sé distinguir a las personas por cómo "suenan". Hay personas que son tan relucientes por dentro como por fuera. Sin pepitas a la vista, todo presencia impecable de mostrador de frutería de El Corte Inglés. Pero cuando pruebas un pedazo te saben a corcho, tan fáciles de degustar como simples. Agua del grifo. Sin embargo, las hay que, al abrirlas, están repletas de pepitas y se te pone cara de susto al hacerte a la idea de lo que te espera. Porque sabes que si quieres disfrutar de su parte dulce te va a tocar lidiar con muchas piedras en el camino.
Pero merece la pena, porque un gramo de éstas, te da la vida. Te hace olvidar el sinsabor de esa gente que son verduras al vapor, sin sal, buenas para la dieta y pésimas para el ánimo. Coman sandía de temporada, queridos lectores, aunque pringue, manche manteles, ponga perdidas esas camisetas de "chichiná" que nos enfundamos en verano, porque las olas de calor vestidos de indigente se pasan mucho mejor, lo saben los indios. Y aparten pepitas, que lo bueno, llega siempre tras un pequeño esfuerzo.