Las elecciones componen el material con que construyo mi ritual académico. Van desde la parcela estrictamente teórica hasta la rutina práctica de procesos concretos continuados que no tienen límites temporales. Ambas perspectivas integran una realidad definida por una evidencia empírica muy rica. Como ciudadano, por el contrario, lo electoral solo me afecta esporádicamente. En ocasiones, de manera intensa en un lapso corto, como ahora les está ocurriendo a griegos y catalanes, pero, otras veces, cada tantos años (cinco) como les sucede a uruguayos o peruanos. En cualquier caso, sea una visión académica o ciudadana, nuestra época es una de elecciones, felizmente añado, que presiden durante algunas semanas la agenda cargante de los medios y exigen, el último día, una decisión personal en forma de voto.
Lo electoral es el eje central de la vida política, que llamamos democracia, en la que nos movemos. De ahí su carácter predominante y por ende obsesivo, agotador, pero también agónico ?para unos- a la vez que intrascendente ?para otros. Los comicios suceden en un tiempo y un espacio concreto, están afectados de modo sistémico por el entorno y por el pasado. Con frecuencia pasa que hay elecciones en las que no acuden muchos que querrían votar porque creen que lo que se decide en las urnas les afecta. Ocurre en Estados Unidos con los que no somos sus ciudadanos y pensamos que la elección de su presidente nos afecta porque sus decisiones tienen impacto mundial, o con los inmigrantes sin papeles viviendo allí cuya existencia diaria se ve igualmente condicionada por políticas de la Casa Blanca. Pero así son las reglas del juego.
Algo similar acontece el domingo en Cataluña. Las reglas señalan con precisión quienes pueden votar. Por ello, y a pesar de que allí se dirime una cuestión importante en la que a mí me gustaría trascender con mi voto, no puedo. Tiempo tendré, ya lo sé, de expresar mi opinión en diciembre. Es una cuestión que tiene que ver con la definición del demos, dicen los teóricos, aunque también con el locus, añado yo. Esa es la base del problema. ¿Quiénes somos? ¿Qué nos define como grupo político? ¿Qué queremos ser? Emotividad frente a racionalidad. No son cuestiones sencillas y no tengo una respuesta articulada para este espacio, pero me parece que soy de los que entre una ilusión feliz y una lucidez triste me quedo con la segunda.